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El inteligente multiplica los éxitos del otro y el torpe les resta importancia (J. L. Iborte Baqué) |
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ANTHONY CANESSA / Militar británico |
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«Muchos soldados argentinos no sabían ni dónde estaban» |
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FERNANDO MAS. Corresponsal
LONDRES.-
Anthony Canessa (Londres, 1940) guarda en su memoria el recuerdo duro de los días que pasó en Port Stanley. A su cargo, 35 soldados argentinos que pusieron bajo sus órdenes para limpiar los campos de minas sembrados en los primeros días de la Guerra de Las Malvinas. Tío, como bautizó la soldadesca a Anthony, los organizó como a un batallón para que se sintieran respetados. Cada noche, delante de un mapa, planeaban el trabajo del día siguiente. Alguno salió mutilado de aquel terreno lleno de minas antipersona de fabricación española.
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Anthony, hijo de una española, Sierra, nacida en Gibraltar, tiene hoy 66 años. Cuando estalló la guerra, el 2 de abril de 1982, el general Sinclair, con el que trabajaba en Londres, no le autorizó a marcharse. La segunda vez que se lo pidieron, accedió. Su español era un arma de la que los británicos no podían prescindir. Primero lo llevaron en avión hasta isla Ascensión. Más tarde, en el HMS Dunbarton Castle, lo trasladaron hasta las costas de isla Soledad, a las bocas de Port Stanley. Cuando desembarcó, ¿qué se encontró? «Muchos prisioneros, montones enormes de fusiles». Pero lo que más le impresionó, acaso, «fue el olor fortísimo, de gente sin lavarse». Su labor consistía «en tratar de conseguir información para saber dónde estaban los campos de minas». «Al principio se creía que los argentinos no habían marcado dónde estaban las minas, pero no era verdad. Un oficial me entregó un mapa y me explicó que nadie antes se lo había pedido», cuenta Anthony, ya retirado, en Londres.
El coronel Dorrego, con autorización del general Menéndez, gobernador de Las Malvinas durante la guerra, le entregó a esos 35 hombres. «Me salvaron la vida. '¡Fuera, para, tío!', me gritaron cuando estaba en un campo de minas». Los argentinos señalaban dónde estaba cada uno de los artefactos y los británicos los retiraban. La relación entre Anthony y su tropa se fue haciendo más estrecha, más personal. Así fue cómo ellos le contaron que otros prisioneros «no sabían ni dónde estaban». Cuando se los encontraron «estaban muertos de frío, no habían comido en días. Nos decían que los habían abandonado en las trincheras. Estaban como en el limbo», recuerda. A los chicos les consiguió una radio y una estatua de la Virgen del Rosario ante la que rezaban. Les ponía las emisoras argentinas y se llevaban las manos a la cabeza al oír cómo contaban que habían hundido barcos que ellos veían a flote desde Port Stanley. Cuando lo embarcaron rumbo al Reino Unido, los argentinos dijeron que sin Anthony no trabajaban más. Tuvo que volver. En su memoria queda Néstor Cattay, un chico que, poco antes de irse, perdió una pierna. Hoy Canessa recuerda aquella guerra y concluye: «A la gente que vive en un territorio hay que respetarla. No veo bien que se fuerce a que tengan otro gobierno».
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