¿Le gustó Zapatero en el programa de TVE? SI
Anteayer este periódico publicó una foto de Mariano Rajoy entrando en una cafetería de Elche. En primer plano figuraba el menú; al fondo, se podían leer en una pizarra otros precios. Uno de ellos rezaba: Expresso: 0,80. No parecía un tugurio indigno del líder del PP, sino un local normal, de gente normal, de bien, que diría él mismo.
La paradoja resume bien la situación. Un PP desgañitándose sobre la anécdota del precio de un café en ausencia de otro elemento de crítica, mientras los hechos les desmienten en media España «de abajo», la que no se mira en el ombligo del barrio de Salamanca de Madrid.
Había visto antes en la francesa TF-1 los programas J ai une question a vous poser que protagonizaron Nicolás Sarkozy y Ségolène Royal. Así, cuando el martes pasado contemplé su equivalente español protagonizado por el presidente del Gobierno. Pensé: ¡qué diferencia!
Me explico. No me sorprendió la diferencia entre los programas español y francés, prácticamente idénticos: en los decorados -salvo en detalles mínimos-, en la disposición del público y las reglas del programa, en la respetuosa actitud del moderador (más discreto aún Poivre d Arbour que Lorenzo Milá). La diferencia abismal, el gran contraste, es el que cualquiera observa entre la Televisión pública de hoy (independiente, dinámica, plural, osada) y la de hace sólo cuatro años (servil, partidista, manipuladora, tramposa).
Eso explica que, para mí, el presidente Zapatero había ganado aún antes de comenzar la emisión; ocurriese lo que ocurriese. Los ciudadanos saben reconocer a simple vista el aspecto de la verdad. Por eso respondieron a la novedad con una audiencia abrumadora. Si no me equivoco, el martes asistimos al programa político más visto en España desde que existe una pluralidad de televisiones. Sólo los dos debates González-Aznar (otros dos programas sin truco) superaron su audiencia. Pero aún eso fue novedoso: en esta ocasión fue la televisión pública el escenario del cambio.
Y me gustó Zapatero. Me convenció su serenidad, tan distante del tono estridente y crispante de la derecha. Me convenció también su autoridad al atajar las patrañas del PP («rendición a ETA», «venta de Navarra», etcétera). Me convenció su dominio de los temas, desde la ley de igualdad hasta la remolacha (sí, la remolacha).
Me convenció, en fin, su comunicación con la gente, sin caer en fáciles populismos y sin abdicar de su posición de gobernante. Pero, aún más, me convenció su valentía, su audacia. Nadie le obligaba a rescatar TVE, o la Agencia EFE, o Radio Nacional del secuestro al que han estado sometidas durante décadas. Pero las rescató para confiarlas a los profesionales. Nadie le obligaba a prescindir de un aparato de propaganda al servicio de su Gobierno. Pero prescindió de él por convicción democrática, para devolverlo a los españoles.
Tampoco nadie le obligaba a comparecer ante cien ciudadanos de a pie, sin trampa ni cartón, sin papeles, y responder a sus preguntas. Pero compareció. Por convicción democrática. Sólo estos dos gestos de alcance desigual pero de idéntico significado convierten a Zapatero en el vencedor moral y político absoluto sobre un ausente PP que, cuando fue Gobierno, unió a la indecencia de la manipulación la cobardía de no aceptar siquiera debates. ¿Qué más se puede pedir si, además, tal como confirman las encuestas, el presidente del Gobierno atinó en el conjunto de sus respuestas y retuvo la atención de una media de seis millones de personas?
SI
Carme Chacón es vicepresidenta primera del Congreso y miembro de la Ejecutiva Federal del PSOE.