Martes, 3 de abril de 2007. Año XIX. Número: 6.316.
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A 25 AÑOS DE LA GUERRA DEL ATLANTICO SUR / Testimonios
De cómo la guerra lucró a los habitantes de las Malvinas
Tras el conflicto, Londres les reconoció como ciudadanos plenos del Reino Unido e impulsó donaciones e inversiones
RAMY WURGAFT. Enviado especial

PUERTO STANLEY (MALVINAS).- Nuestro anfitrión, Garret Ferguson, indica por medio de gestos que debemos tener paciencia: hasta que el viento no cese de soplar será imposible comunicarnos verbalmente. El estrecho que divide a las Malvinas -Falklands para sus habitantes- en dos islas actúa como una gigantesca turbina, que esparce su rugido hasta el último confín. Cómo será la potencia de este fenómeno acústico que durante la guerra que se libró aquí hace 25 años se veía el fogonazo, pero lo único que se escuchaba de las explosiones era un murmullo sordo que retumbaba en el pecho.

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Cuando el viento enmudece, se puede oír el balido de las ovejas que pacen en las colinas y las campanas de la iglesia de Dios, llamando a una misa en memoria de los caídos en el conflicto entre Argentina y Gran Bretaña, en 1982.

Escolares, mujeres y ancianos ocupan más de la mitad de la nave. Los varones adultos que asisten al responso son pocos y prefieren permanecer de pie junto a la salida. «Es lamentable que tantos argentinos hayan dejado sus huesos aquí. Pero ellos nos invadieron y no me parece justo honrar su memoria junto con la de nuestros libertadores», dice Garret, refiriéndose con libertadores a los soldados que Su Majestad envió a recuperar aquella remota posesión de ultramar: un antiguo refugio de cazadores de ballenas, equidistante de Suramérica y de los hielos de la Antártica. Un territorio de 11.400 kilómetros cuadrados de montes que declinan hacia el Atlántico.

Garret es un falk (como se autodenominan los lugareños), barbiblanco y huesudo, hijo de un pastor calvinista de origen irlandés de quien heredó 200 cabezas de ganado bovino y una casa en Stanley, la pequeña ciudad donde residen la mayoría de los 2.400 habitantes de la isla. A los huéspedes se nos asignan las habitaciones superiores, con una magnífica vista del Puerto Louis, la ensenada de Fitzroy y el Monte Pleasant. Son los escenarios donde transcurrieron los combates más encarnizados de la guerra.

Sobre la antigua línea defensiva de los argentinos se alza una planta envasadora de calamares y merluzas. En la playa donde desembarcaron los comandos británicos, unos tipos se entrenan para el rodeo del 15 de abril, el día en que los lugareños festejarán la rendición de Argentina. A Fionna, la esposa del anfitrión, se le empaña la voz al rememorar esa fecha: «Nos habíamos refugiado en el sótano, por el bombardeo. Escuchamos unas voces. Garret subió con la escopeta y al abrir la puerta un argentino herido se le desplomó en los brazos. Se quejaba como un niño...».

La mayoría de los isleños dicen que la guerra fue un infierno, la mayor atrocidad que cabe imaginar. Esto ocurre antes de las 20.00 horas, que es cuando abre el bar Two Roses. Después de remojar el gaznate con unas pintas de cerveza, casi todos reconocen que aquel episodio fue «a jolly miracle» («un dichoso milagro»). Sólo después de la guerra, los falks vinieron a ser reconocidos como ciudadanos plenos del Reino Unido. Hasta entonces, se les consideraba súbditos de segunda clase o kelpers (recolectores o degustadores de algas).

Junto con el reconocimiento llegaron las donaciones gubernamentales que, sumadas a las inversiones privadas, le dieron un poderoso impulso a una economía que hasta entonces era de subsistencia.

El nuevo estatuto permite a las autoridades locales extender licencias de pesca a empresas extranjeras. Con los beneficios obtenidos de esas tasas -30 millones de euros al año- se conceden becas a los jóvenes que desean completar estudios en el extranjero y asistencia médica de alto nivel a la población.

La moda de las excursiones antárticas puso a las islas en el circuito mundial del turismo.

La Corporación de Desarrollo de las Islas Falklands (CDIF) invirtió en 2006 unos 40 millones de euros en 150 pequeñas y medianas empresas y en la búsqueda de petróleo en la plataforma oceánica. La situación de los falks mejoró de tal modo que el ingreso anual per cápita aumentó en un 30%.

Ross Cook, descendiente de arponeros, es uno de los exponentes de la nueva clase empresarial que ha surgido de las islas. «Mi padre había invertido todos sus ahorros en armar un barco pesquero en Puerto Williams (Chile). A los pocos días de la botadura sobrevino la guerra y el Drake recibió el impacto de dos misiles británicos, ¡de los nuestros!». Abrumados por las deudas, los Cook se proponían desguazar el navío y venderlo por piezas, cuando Mike Summers, miembro del Consejo Legislativo y accionista de la CDIF les ofreció un préstamo para transformarlo en embarcación de recreo. «Con la ayuda de Summers, formamos una pequeña empresa, especializada en travesías por el Círculo Polar. Empezamos con el Drake y hoy disponemos de otra embarcación de mayor calado. Nada mal para un modesto kelper», dice Ross, mirando los cráteres que se forman en la espuma de su cerveza.

Cuando desembarcaron las tropas argentinas, creyeron que de súbditos de la Monarquía británica pasarían a ser siervos de una dictadura suramericana. Ahora conforman una de las economías más pujantes del hemisferio occidental. Con razón, Ross, Garret y el resto de los rubicundos inquilinos del Two Roses nunca se olvidan de mencionar en sus brindis a Leopoldo Galtieri, el difunto dictador argentino que les declaró la guerra.

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