España no está exánime como anunció Ortega, ni aniquilada, ni agoniza; todo lo contrario, vive una nueva mocedad, es la tierra de promisión para los náufragos. Pero otro de los horóscopos del filósofo sí se está cumpliendo: el Estado se ha dividido en pequeños orbes, cada uno insolidario con los demás; hay peligro de despedazamiento, sobrevuela sobre nosotros el trastorno territorial.
Fernando Savater, que hace el papel de Ortega en esta España convulsa, escribió ayer un artículo titulado Los ideólogos del Carnaval, en el que reconoce que hay un exceso de enfrentamiento maniqueo de la vida pública. «El país está partido por la mitad». Reparte las culpas entre los dos partidos que echan leña al fuego para provocar esta cólera: uno, con su exceso, el otro, con su reacción desmesurada, y así en lo sucesivo. El PP y sus adláteres proclaman falsedades como que España se rompe o que el Gobierno se han rendido a ETA; mientras, los socialistas convierten a sus críticos en una horda de extrema derecha.
Las zancadillas entre las dos marcas, avivadas por la codicia y el crimen nacionalista, contornean una crisis democrática que ya se presagia en la patada en los cojones como prólogo de la vuelta al tiro en la nuca. Savater no analiza las causas de esta invertebración, que se originaba, según Ortega, en que no hemos superado el odio a los mejores, la envidia, la difamación, la aristofobia, el desprecio a la razón, el gusto por la calumnia. Otra vez se toma la habladuría como verdad. Observen los programas de la telebasura que inspiran el comportamiento político. Nos envenena otra vez la saña, el odio a los mejores.
Los iconoclastas españoles no esculpieron las estatuas por sentido de la verdad y la justicia, sino por desprecio a la excelencia. Cuentan cómo César González Ruano dijo que, efectivamente, Cervantes debía de haber sido manco, porque El Quijote estaba escrito con los pies. Aquella fue una boutade para destacarse en la república de las letras; para buscar un antecesor del español envidioso hay que volver a la antigüedad, cuando el manto de la poesía envolvía graciosamente la verdad.
Hay que volver a Zoilo el envidioso, que merecía haber nacido en Hispania y no en Anfípolis. Zoilo era malo, murmurador de obras ajenas. Destetaba a Homero. No aguantaba que los niños griegos se supieran de memoria los poemas homéricos. «Aún envueltos entre pañales» -escribe un testigo- «alimentamos nuestras almas con Homero como si de dulce leche se tratara». Zoilo de Anfípolis, el Látigo de Homero, es el mesías hispánico, el homo antecesor de los pisoteadores de tumbas y de famas.
En la modernidad hay varios descendientes. He ahí Don Cicuta, de la televisión de la Transición, avaro, pedante, con traje de enterrador, reaccionario, inquisitorial, pacato. He ahí, en la televisión actual, ese Risto chulo, con gafas oscuras, borde y mordaz.
Ésos son los pequeños filósofos que conectan con nuestra entraña abribonada.