INMA LIDON
Tímido, reservado y humilde. Así es David Silva (Arguineguín, Gran Canaria, 1986), el futbolista que ha hecho olvidar a Pablo Aimar y que empieza a tomar galones en la selección española. Ayer, como ya hizo en Milán, contribuyó a que el sueño del Valencia en la Liga de Campeones siga vivo, muy vivo.
Silva es un jugador de genio, inteligente, que mima el balón, un zurdo capaz de deshacer defensas y de hacer goles. Lo lleva en las venas, no en vano creció en su pueblo a la sombra y con los consejos de Juan Carlos Valerón, con quien compartió campos de entrenamiento en Arguineguín. Nunca una localidad de menos de 2.000 habitantes aportó tanto a fútbol español.
Pero sus caminos se separaron pronto. Mientras Valerón ya brillaba, Silva, con 14 años, llegaba a la residencia de la Ciudad Deportiva de Paterna para seguir creciendo. Eduardo Macià, actual director deportivo del Liverpool, no dejó escapar la oportunidad de ficharle y se lo trajo con un sueldo de 15.000 pesetas. Poco después, toda su familia se trasladaría a Valencia para arroparle. Pero pronto el filial de la entidad valencianista se le quedó pequeño. Silva necesitaba nuevos retos. Internacional en todas las categorías, su explosión llegó en el Eibar. De la mano de Amorrortu, el canario comandó un equipo poco dado, históricamente, a la filigrana y lo colocó al borde del ascenso. Allí ganó un premio al juego limpio por haber lanzado un balón fuera, pese a que encaraba a puerta, sólo porque un rival yacía en el suelo lesionado.
Después llegó el año del Celta. Enamoró a Fernando Vázquez y a medio Vigo, pero el Valencia ya tenía claro que sería el relevo de un Aimar en declive. Mejoró su contrato y le ató con una cláusula de rescisión de 60 millones. Hoy es un jugador imprescindible para Quique, que siempre le encuentra un hueco en el once, sea donde sea.
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