Jueves, 5 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6318.
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 OPINION
TRIBUNA LIBRE
Razones de Argentina para reivindicar las Malvinas
RICHARD GOTT

Hace casi 40 años, en noviembre de 1968, viajé a las islas Malvinas con un grupo de diplomáticos en lo que fue el primer intento de los británicos (y el último) por desentenderse de ellas. Lord Chalfont, por aquel entonces ministro de Asuntos Exteriores, encabezaba la expedición. Su misión, poco envidiable, era tratar de convencer a los 2.000 isleños de que el Imperio británico, tal como estaba constituido entonces, no podía durar eternamente y de que debían empezar a tomar en consideración la idea de que podría ser mucho mejor estar a buenas con su casi vecina Argentina, que durante mucho tiempo había reclamado la soberanía en las islas.

Coincidía aquel momento con que Gran Bretaña estaba abandonando su política al este de Suez por razones económicas y buscaba fórmulas de liquidación de los restos de su Imperio. Ya se había deportado a la fuerza en 1967 a los habitantes de Diego García [la más meridional de las islas del archipiélago de Chagos, en el océano Indico] sin excesiva publicidad en contra y habían sido reinstalados en isla Mauricio y las Seychelles, traspasando las islas a los norteamericanos para que construyeran una gigantesca base aérea.

Las Malvinas eran las siguientes en la lista. Cabía la posibilidad de que los isleños aceptaran dinero a cambio de poner en marcha sus explotaciones ganaderas (de ovejas) en Nueva Zelanda.

En unos 10 días, visitamos prácticamente todas y cada una de las fincas y de las casas esparcidas por las dos islas principales -Gran Malvina y Soledad-. En todas partes nos recibieron con los mismos mensajes: «Chalfont Go Home!» [¡Fuera de aquí, Chalfont!] y «We Want To Stay British!» [¡Queremos seguir siendo británicos!], proclamas que ya habíamos visto inscritas en gigantes carteles desde el avión, antes de aterrizar, junto a numerosas banderas del Reino Unido ondeando al viento. Los isleños se mantuvieron inflexibles. No querían tener nada que ver con Argentina y Chalfont se despidió de ellos con la promesa de que no se haría nunca nada sin su conformidad.

Catorce años después, en 1982, Gran Bretaña y Argentina estaban en guerra por las islas y casi un millar de personas perdió la vida en ella. Estos días se nos invita a conmemorar el 25º aniversario de aquel hecho y el Gobierno argentino ha vuelto a recordar su reivindicación acerca de la soberanía sobre el archipiélago, sin querer saber nada del acuerdo de 1995 sobre exploración conjunta de reservas petrolíferas, acuerdo al que el Ministerio de Asuntos Exteriores se agarró ingenuamente como alternativa a negociar algo tan conflictivo como la soberanía.

A veces me preguntan por qué los argentinos montan tanto escándalo por estas islas. La respuesta es sencilla: pertenecen a Argentina. Lo único que ocurre es que han sido tomadas, ocupadas, pobladas y defendidas por Reino Unido. Como las reivindicaciones de Argentina son perfectamente válidas, su disputa con la potencia europea nunca va a desaparecer. Por otra parte, como en la actualidad buena parte de Iberoamérica está cayendo en manos de una izquierda nacionalista, el Gobierno de Buenos Aires se beneficiará en esta cuestión de un apoyo cada vez mayor, aunque sólo sea de palabra, en todo el continente (y también en otros lugares del mundo, como el actual Irak, por ejemplo), para disgusto, también cada vez mayor, de Reino Unido. Todo los gobiernos de Argentina -de cualquier signo político- van a seguir reivindicando las Malvinas, exactamente igual que los gobiernos de Belgrado van a seguir siempre reivindicando Kosovo.

Las Malvinas fueron tomadas por Gran Bretaña en enero de 1833, durante una época de expansión colonial sin precedentes. El capitán del buque de la Armada HMS Clio, John Onslow, tenía instrucciones de «ejercer los derechos de soberanía» sobre las islas y ordenó al comandante argentino que arriara su bandera y retirara a sus fuerzas. Los colonos argentinos fueron reemplazados por otros de Inglaterra y otras procedencias, especialmente de Gibraltar. Gran Bretaña y Argentina han discrepado desde entonces acerca de lo justo o lo injusto de la ocupación británica y, durante la mayor parte del tiempo transcurrido, las autoridades británicas han sido conscientes de la relativa debilidad de sus argumentos.

En la Public Record Office [Archivos Públicos] existe una nota que remite a un documento del Ministerio de Asuntos Exteriores, fechado en 1940 y titulado Offer made by His Majesty's government to reunify the Falkland Islands with Argentina and to agree to a lease-back [Oferta que presenta el Gobierno de Su Majestad para reunificar las islas Malvinas con Argentina y para acordar su arrendamiento y devolución]. Aunque el título se conoce, sobre el documento como tal pesa un embargo hasta el año 2015, si bien es posible que exista algún otro ejemplar en algún otro archivo. Es de suponer que se tratará de una oferta que se hiciera llegar al Gobierno pro alemán de Argentina en aquel momento, para mantenerlo de nuestro lado en unos momentos difíciles de la guerra, aunque quizás no se trate más que de un borrador o un jeu d'esprit [señuelo] con el que se especuló en el Ministerio.

La nota da a entender que han sido varios los gobiernos del Reino Unido que han considerado que la posición británica respecto de las islas no es particularmente sólida y que algunos de ellos han sido partidarios de abrir negociaciones. Documentos que han salido recientemente a la luz recuerdan que James Callaghan, en sus tiempos de ministro de Asuntos Exteriores en los años 70, ya señaló que «debemos realizar alguna concesión y... estar preparados para negociar un acuerdo de cesión en favor del dueño original». El secretario del gabinete puntualizaba que «son muchas las vías por las que Argentina podría actuar contra nosotros, incluyendo una invasión de las islas... y nosotros no estamos en posición de reforzar las islas ni de defenderlas como compromiso a largo plazo. La alternativa de mantenernos firmes y asumir las consecuencias no resulta por tanto viable». Por supuesto, habrá quienes argumenten que la posesión material de las islas por Gran Bretaña y su propósito manifiesto de mantenerlas en su poder frente a quienes puedan reivindicarlas hace que su derecho sea superior al de Argentina.

Tampoco faltan quienes estiman que la invasión de las islas por los argentinos en 1982 y su posterior retirada por la fuerza invalidan en cierto modo su derecho original. Por encima de todo, Gran Bretaña ha contraído una deuda con los herederos de los colonos que fueron enviados allí originariamente, una deuda reconocida por Asuntos Exteriores con su cansina muletilla de que, en cualquier acuerdo con Argentina acerca del futuro de las islas, los deseos de los isleños serán «lo más importante». Sin embargo, no se reconoció esa deuda en el caso de los habitantes de Diego García, quizás porque Gran Bretaña los había heredado de los franceses en lugar de haber sido ella la que había transplantado allí a los colonos.

Paradójicamente, los habitantes de las Malvinas son el resultado de una fórmula de colonización, propia del siglo XIX, que no difiere mucho de la experiencia de Argentina en ese mismo siglo, cuando hizo traer a colonos de Italia, Alemania, Inglaterra y Gales y los distribuyó por unas tierras de las que los nativos habían sido expulsados y a los que había exterminado. En comparación, los antecedentes de los isleños de las Malvinas son bastante más limpios. Con todo, la reivindicación argentina cuenta con muy buenas razones y nunca se va a abandonar.

En algún momento, la soberanía y la devolución tendrán que aparecer otra vez en la lista de problemas políticos a resolver, con independencia de los deseos de sus habitantes. Lo ideal sería que las islas se incluyeran en una operación de limpieza post colonial más amplia, junto con otros antiguos territorios. La operación liberaría a Gran Bretaña de responsabilidades sobre Irlanda del Norte (eso está prácticamente hecho), Gibraltar (en negociación) y Diego García (cedida de facto a los norteamericanos), así como cualquier otro lugar que pueda recordar quien lo tenga a bien.

Esta política post colonial ya debería haberse puesto en marcha hace muchos años (y quizás el Gobierno de Harold Wilson iba avanzando un poco a tientas hacia este objetivo en los años 60, cuando Denis Healey abandonó los compromisos británicos al este de Suez y Chalfont fue enviado a Port Stanley) y, como poco, debería haberse tomado en consideración cuando se renunció a Hong Kong en los años 90. A pesar de ello, la firmeza del renacimiento evangélico-imperial de Blair, del que constantemente encontramos ecos en la prensa popular, apunta a que esta posibilidad está tan lejana como lo estaba en 1982.

Richard Gott es escritor y periodista británico y su último libro publicado es

Cuba: una nueva Historia

(Universidad de Yale).

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