Viernes, 6 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6319.
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FILOSOFIA / Michael Ruse afirma en su nuevo libro que se puede reconciliar a Darwin con la religión si no se hace una interpretación literal y «fundamentalista» de la Biblia
El darwinismo creyente
Un filósofo de EEUU defiende que la evolución es compatible con la fe
CARLOS FRESNEDA. Corresponsal

NUEVA YORK.- El dilema entre Cristo y Darwin lo resuelve Michael Ruse de un plumazo: «Pertenecen a dos reinos distintos y es absurdo ponerles frente a frente. Cristo no hacía ciencia, y Darwin nunca se propuso hacer religión». El británico Ruse, filósofo de la ciencia y profesor de la Universidad de Florida, ha querido terciar en el debate que no cesa sobre la Teoría de la Evolución con una pregunta al aire que resuena estos días en las librerías españolas: ¿Puede un darwinista ser cristiano? (ediciones Siglo XXI).

Le damos la vuelta a la cuestión: ¿Puede un cristiano comulgar con la evolución? «Cristo y Darwin son perfectamente compatibles», responde el autor. «Es difícil conciliarlos, pero es posible. No podemos interpretar todos los pasajes de la Biblia literalmente, de la misma manera que no podemos convertir el darwinismo en un dogma. Si es cierto que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, se supone que somos inteligentes...».

Michael Ruse, educado como cuáquero y «escéptico» por definición, desdeña tanto a los «fundamentalistas cristianos» como a los «neodarwinistas radicales». Los dos extremos, sostiene, atizan inútilmente una hoguera que sigue ardiendo al cabo de siglo y medio de la publicación de El origen de las especies.

«El problema con Darwin lo tienen sobre todo los protestantes; se ve que los católicos ya escarmentaron con Galileo», sostiene el profesor Ruse. «Juan Pablo II, que fue un Papa muy conservador, tenía, sin embargo, un profundo respeto por la ciencia. No olvidemos que estudió en Cracovia, la ciudad de Copérnico...».

Pese a la bendición papal, la ofensiva contra la Teoría de la Evolución ha llegado hasta países como España e Italia, donde empiezan a tener eco las teorías del «creacionismo» y del «diseño inteligente», amplificadas por la derecha ultraconservadora de tinte evangélico que tanto ha medrado bajo la égida del presidente George W. Bush.

La batalla viene de mucho antes: ya en 1981 el propio Michael Ruse compareció como testigo en el juicio contra la enseñanza de «la ciencia de la creación» en el estado de Arkansas.

«Hasta ahora había sido un fenómeno casi exclusivamente norteamericano, con pequeñas ramificaciones en Canadá y en países con fuerte raigambre calvinista», explica Ruse, que estos días recala en Holanda, promocionando su último libro en inglés, The Evolution-Creation Struggle (La lucha entre la evolución y la creación).

Ruse critica el «creacionismo» y sus derivados al considerar estas teorías pura «especulación religiosa». Arremete contra Michael Behe, autor de La caja negra de Darwin, y sostiene que el diseño inteligente (que apela a una intervención superior para explicar la «complejidad irreducible» de los seres vivos) es sencillamente «insostenible» como ciencia.

Pese a todo, el profesor Ruse reconoce que estas teorías cuentan con millones de adeptos en Estados Unidos y afirma que gran parte de su tirón popular se debe precisamente a la postura intransigente de los «fundamentalitas darwinianos» como Richard Dawkins o Daniel Dennett, que proclaman no sólo su fervor hacia el padre de la evolución sino su desdén absoluto hacia la religión.

Le preguntamos si la reacción de Dawkins y Dennett no es hasta cierto punto comprensible, teniendo en cuenta el ataque de la Administración Bush contra la ciencia, del cambio climático a la evolución. «Los científicos tenemos derecho a defendernos», alega. «Lo que no podemos es morder el cebo y seguir el juego a los creacionistas».

Michael Ruse la emprende sobre todo contra Dawkins (autor de El gen egoísta y El espejismo de Dios) por arremeter contra el cristianismo como «la fuerza del mal» y afirmar poco más o menos que no se puede ser científico y creyente.

También critica duramente a Dennett (La idea peligrosa de Darwin) por haber tenido la osadía de explicar a Dios a través de Darwin en Rompiendo el conjuro. Bastante más condescendiente se muestra Ruse con otro eminente biólogo evolutivo, Edward O. Wilson, que acaba de publicar La Creación. «Al menos Wilson admite su reverencia ante el prodigio de la naturaleza, pese a considerarse una científico secular», afirma el filósofo.

«El tono predicador y apocalíptico que utiliza en su último libro no me convence, pero el mensaje es positivo: dejemos de lado nuestras diferencias y pongamos a la ciencia y a la religión a trabajar juntas por el bien del planeta».

Ruse no duda en calificarse a sí mismo como «darwinista», aunque critica duramente a algunos de sus colegas «por el desconocimiento que tienen de la fe cristiana» y por su intento de «convertir el darwinismo en una religión secular».

«Yo me considero escéptico, pero admito que el mundo es mucho más misterioso y complejo que lo que los neodarwinistas radicales están dispuestos a reconocer», afirma. «Yo considero la evolución de las especies por selección natural como una teoría muy válida, pero no estoy dispuesto a hacer teología con ella».

Ruse propone pues reconciliar la ciencia y la religión, pero admitiendo de antemano que son galaxias paralelas y que ninguna puede intentar suplantar a la otra, «aunque existirán seguramente puntos de encuentro y puntos de fricción».

«Quienes interpretan literalmente la Biblia, empezando por el Génesis, tienen que entender que Abraham y Noé intentaron explicar las cosas en un lenguaje accesible al común de los mortales», sostiene el profesor Ruse. «La Biblia está escrita por humanos y está llena de metáforas -como que el hombre fue creado al sexto día- que no hay que interpretar literalmente si no se quiere llegar a callejones sin salida».

«Del mismo modo, tampoco conviene aferrarse a la ciencia como si fuera la primera y última tabla de salvación», concluye el filósofo. «Hay que ser lo suficientemente flexible y hay que dejar lugar para el asombro y la duda, que son al fin y al cabo el punto de partida de cualquier hallazgo científico».

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