La obra de Adam Zagajewski (Lvov, Polonia, 1945) tiene la cadencia de un solo de trompeta, la melancolía de Chet Baker cuando ésta nace ya vencida, que es casi siempre. Atrás dejó los días de las urticarias políticas, los años 70 inflamados de consignas, rechazos, disidencias y otros resplandores.
Lo que vino después fue el exilio en París, una escritura limpia, más profunda, volcada en el detalle, en lo concreto: «Hubo un momento en el que no hallaba estímulo en el discurso político de aquella manera tan desnuda en la que lo ejercíamos cuando jóvenes. Entonces me di cuenta de que las repuestas a las grandes preguntas podían estar en el detalle, en lo particular», afirma unas horas antes de tomar un avión a Polonia tras participar en el III Encuentro Internacional de Poesía dedicado a Juan Ramón Jiménez y organizado a tres bandas por La Residencia de Estudiantes, la Casa de América y el Círculo de Bellas Artes, en un mismo ciclo coordinado por Luis Muñoz.
La de Adam Zagajewski, uno de los escritores más destacados de la Europa actual, es la aventura de un destierro. De su Lvov natal salió con su familia a Gliwice, y allí conoció la dureza de ser un desplazado, la inconcreción de una identidad que tiene más de promesa y deseo que de certeza. Su relación entre aquellas dos ciudades que marcaron su infancia y juventud la recogió en un bello libro muchos años después, Dos ciudades, publicado por El Acantilado, que junto a la editorial Pre-Textos ha difundido en España buena parte de lo mejor de este escritor.
«La verdad es que sí me siento, por muchas razones, un desplazado. Los avatares de la URSS me convirtieron en un sintierra, más o menos», afirma con su cadencia de hombre tranquilo. «Pero no por eso me siento infeliz. Mi siglo es este siglo, el XXI. El resto quedó atrás. Yo vivo con igual intensidad cada uno de los momentos que me ha tocado vivir».
Y esa percepción de superviviente, el escepticismo que le cubre el hueso está rondando la poesía de Zagajewski: limpia, directa, honda sin perder sus lugares de sombra, su incertidumbre, su misterio, su renuncia a lo superficial. Ahí están algunos títulos: Lienzo, Tierra del fuego, Deseo, Anhelo y Retorno, entre otros. Sin olvidar un intenso ensayo poético: En defensa del fervor. «La poesía es para mí un exorcismo. Pero también una terapia, una forma de entender mejor el mundo», dice.
Sus poemas se deslizan como una fibra que fuera renuncia también. De ellos ha desterrado lo inservible, el cascabel. Sencillamente nacen de una cierta invitación a la condena de la soledad. Muchos de los publicados en los últimos años Zagajewski lo escribió en Houston, donde durante años ha impartido clases -ahora lo hace en Chicago-. «Allí, en Houston, viví momentos muy felices, y muy fructíferos literariamente. Quizá se debiera al tremendo contraste de paisajes. ¿Se imagina para un hombre de un pequeño pueblo de Polonia lo que supone despertarse en Houston? Pues más o menos así me sucedía a mí. Y quizá esa sensación de extrañeza es la que me llevó a pensar y entender mejor los detalles de mi juventud, la complejidad de los avatares de mi país», subraya.
Zagajewski no es de los que se lamen las heridas. Gasta una ironía que se deja ver también en la turbadora precisión de su poesía. Marcha a Polonia, «pero en unos días estoy aquí de nuevo. Vendré a conocer Córdoba invitado por el Festival Cosmopoética». Que así sea.