DAVID GISTAU
En Atenas, existía la obligación de que todos los hogares negaran agua y fuego a los condenados al ostracismo, al exilio de quienes ya no encontrarían sino puertas cerradas y desamparo en su propio suelo.
Los ediles de Ermua han introducido los nombres de los integrantes del Foro en la vasija del ostrakon para que nunca más llamen a ninguna puerta del pueblo vinculado a la dignidad como Lepe a los chistes en el que nació un espíritu que acababa con décadas de dejadez civil ante el asesinato y de entierros clandestinos en los que se evacuaba rapidito, sin gaiteros ni elegías, a aquellos de los que se decía en el bar: «Algo habrá hecho».
Los ediles de Ermua, a los que no se les recuerda ninguna protesta a mano alzada porque ETA se haya atribuido en sus propias siglas la representación de una Euskadi devenida Puerto Hurraco con consignas, exigen en cambio que el Foro deje de serlo de Ermua, no ya como topónimo o marca turística sino como catalizador de la conciencia. Y lo hacen en nombre de una extrañísima concepción de la «pluralidad» que pasa por ensañarse con los más perseguidos y amenazados de extinción por el canon nacionalista -con los más necesitados, por tanto, de agua y fuego- en vez de levantarse contra quienes en las siglas, junto a la representación de la Euskadi única y verdadera, se arrogan también el derecho a repartir permisos de circulación, de existencia social y hasta de vida.
He aquí que se consagra la inversión del principio del buen gobernante según Maquiavelo: seamos corteses con el enemigo e implacables con los más vulnerables de entre los nuestros. Aunque sea a costa de degradarnos, evitemos toda ofensa a ETA para que no tenga que matarnos por cualquiera de esas razones que Pachi López le comprende «en parte», por el «algo habrá hecho», muletilla infame que volverá a cobrar vigencia por culpa de deserciones y de abandonos, como los que acaba de votar el Ayuntamiento de Ermua, que harán que los que están en peligro por dar la cara y ser libres no se encuentren sino puertas cerradas y desamparo en su propio suelo. Igual que antes de Miguel Angel Blanco.
El alcalde de Ermua, Carlos Totorica, se pone a salvo junto al más fuerte y criminaliza a los inocentes para que el rodillo nacionalista se los esnife como hizo Keith Richards con las cenizas de su padre. E intenta sacar su pueblo de los mapas de la dignidad por no ofender a ETA. Ahora que los valientes vuelven a estar vigilados y constan otra vez en las listas de la muerte, lo que ha hecho es pintar las puertas de Ermua con un brochazo sangre de cordero para que la plaga se lleve sólo a los primogénitos de los malos vascos. Los que no están en «el proceso» ni en la «pluralidad» perfecta, armoniosa, que sucede a la purga.
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