Domingo, 8 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6321.
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'SABADO SANTO ROJO' / Los entresijos
Una Semana Santa de vértigo para la Transición
Mañana se cumple el 30º aniversario de la legalización del Partido Comunista de España
VICTORIA PREGO

La Transición española se la jugó en la Semana Santa de 1977. El Viernes Santo, el entonces presidente Adolfo Suárez trabaja a toda velocidad para allanar el camino a la legalización del Partido Comunista. El Sábado Santo, Santiago Carrillo hace pública desde Cannes una declaración tras conocer que su partido ha sido inscrito en el Registro de Asociaciones Políticas. Pero el paso que se acaba de dar en España cuenta desde el primer momento con las duras advertencias de los altos mandos de las Fuerzas Armadas, haciendo peligrar el incipiente proyecto de democratización en nuestro país y la posición política del propio Suárez. Victoria Prego, experta conocedora de ese momento histórico, desvela las claves menos difundidas de aquellos días.

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«...Yo no creo que el presidente Suárez sea un amigo de los comunistas. Le considero más bien un anticomunista, pero un anticomunista inteligente que ha comprendido que las ideas no se destruyen con represión e ilegalizaciones. Y que está dispuesto a enfrentar a las nuestras, las suyas. Bien, ése es el terreno en el que deben dirimirse las divergencias. Y que el pueblo, con su voto, decida».

Así termina la declaración que Santiago Carrillo, líder del, hasta ese día histórico, ilegal Partido Comunista de España, hace pública desde Cannes a las 18.00 horas del 9 de abril de 1977, Sábado Santo.

La declaración es su primera reacción ante la noticia, inesperada y casi inverosímil para todos los españoles, de que el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, acaba de legalizar al PCE, el más odiado por los franquistas, el más temido por la sociedad.

La noticia cae literalmente como una bomba en el país. Provoca el estupor y el miedo en los sectores no politizados, una indignación inmensa en la derecha franquista y una furia casi incontenible en el seno del Ejército.

Lo que nadie en España puede imaginar es que esa declaración de Carrillo no es obra suya sino producto de una negociación, palabra por palabra, con el propio presidente Adolfo Suárez, quien ha pedido expresamente a Carrillo que se abstenga de elogiarle. Su petición ha sido enviada, como siempre durante los últimos nueve meses, a través de José Mario Armero, abogado y presidente de la agencia de noticias Europa Press, y uno de los pocos hombres que apoyó incondicionalmente a Suárez en todo el proceso que acabó en la legalización.

Es más, Santiago Carrillo se encuentra en esos momentos en Cannes por indicación directa de Suárez, que hace días ya le ha advertido de que la legalización es inminente y que conviene que no esté en España cuando salte la noticia.

«Días antes del Sábado Santo», confirma Carrillo, «a través de Armero me dicen cómo van a intentar la legalización y me recomiendan que no esté aquí. Yo me voy entonces a casa de Lagunero y quedo con Armero en que él me llama en cuanto la legalización se produzca».

Teodulfo Lagunero es para Carrillo lo que Armero es para Suárez: un amigo dispuesto a ayudar al líder comunista hasta el límite de sus fuerzas y a apoyar la causa de la legalización del PCE porque cree en ello. Y que, como Armero, pone todo su esfuerzo en la misión a cambio de nada.

Teodulfo Lagunero tiene un chalé en la Costa Azul, Villa Comet, y allá se va con su amigo Santiago a esperar el momento mágico y desde luego histórico que permitirá coronar el fragilísimo e inestable castillo de naipes que está levantando trabajosamente el presidente del Gobierno. Sin esta última carta, la construcción emprendida no estaría completa, pero ésta es precisamente también la carta que podría hundir definitivamente el esqueleto del futuro edificio y acabar para siempre con el proyecto.

Incierto salto mortal

El Viernes Santo, 8 de abril, Adolfo Suárez se queda en Madrid con muy pocos de los suyos, los que él necesita para dar este salto mortal de resultados más que inciertos y en el que se lo está jugando todo. Y no sólo él: también se juega todo el Rey, que está al tanto de la operación y la bendice.

Las operaciones jurídicas y administrativas imprescindibles para cerrar la operación están aún sin terminar ese viernes y no será hasta el día siguiente cuando todas las jugadas acaben cuajando en un resultado positivo.

El propio presidente del Gobierno y cinco de sus ministros trabajan ese día en un Madrid vacío por vacaciones, en silencio absoluto y a toda velocidad, pero con el vértigo de no saber si las cartas que esperan tener pronto en las manos les van a permitir ganar finalmente la partida.

Sábado Santo, 9 de abril. Las cosas se suceden esa mañana a un ritmo frenético. «Esa mañana temprano me llama Suárez», cuenta José Mario Armero, «y me dice: 'Voy a legalizar hoy al Partido Comunista'. Yo me puse muy nervioso y, como no sabía si tenía el teléfono de mi casa intervenido me tuve que marchar a la calle. Estuve andando por Madrid yo solo, esperando la llamada definitiva».

Pero lo más importante, lo que va a permitir a Suárez tomar en cuestión de horas la decisión de legalizar el PCE, está aún por llegar. Se trata del dictamen de la Junta de Fiscales, que ha sido convocada de máxima urgencia ese Sábado Santo a las nueve de la mañana.

Los fiscales deliberan durante tres interminables horas. Por fin, a las doce del mediodía la cúpula de la Fiscalía, presidida por el fiscal del Reino, concluye que, de la documentación que le ha sido presentada «no se desprende ningún dato que determine de modo directo la incriminación del expresado partido [el PCE] en cualquiera de las formas de asociación ilícita que castiga el artículo 172 [del Código Penal] en su reciente redacción». Vía libre, pues, para Adolfo Suárez.

Una hora después, a la una de la tarde, el Ministerio de la Gobernación ya tiene preparada la resolución por la que el PCE queda inscrito en el registro de Asociaciones Políticas según la terminología vigente en la época.

A las seis de la tarde salta la noticia por los teletipos de la agencia Europa Press, la que tiene como presidente a José Mario Armero, quien se cobra así un precio simbólico y más que merecido por los esfuerzos denodados que ha dedicado a esta causa durante los últimos nueve meses.

La noticia es recogida inmediatamente por Radio Nacional de España: «Señoras y señores, hace unos momentos, fuentes autorizadas del Ministerio de la Gobernación han confirmado que el Partido Comunista... perdón... que el Partido Comunista de España ha quedado legalizado e inscrito en el... perdón... (ráfaga musical)... Hace unos momentos fuentes autorizadas... (ráfaga musical)».

Los españoles se quedan en ese instante sin aliento. Así se ha quedado ante el micrófono el periodista de Radio Nacional de España Alejo García que, vista la noticia en el teletipo, la arranca y sale corriendo al estudio para transmitir semejante bombazo informativo a todos los ciudadanos. A Alejo García no es sólo la emoción del impacto, sino también los efectos de la carrera los que le han dejado sin resuello.

Por fin, pasados unos segundos, retoma la palabra y suelta la noticia completa: el Partido Comunista ha quedado legalizado e inscrito en el Registro de Asociaciones Políticas.

Contención del júbilo

La noticia corre por toda España en cuestión de minutos. El júbilo de los militantes del partido es inmenso, pero sucede que, junto con la noticia, han recibido también unas instrucciones muy precisas: nada de demostraciones excesivas que puedan ser consideradas como una provocación. Contención y buenas maneras. Ésa es la orden.

El Domingo de Resurrección, 10 de abril de 1977, Santiago Carrillo está en París. No hace ni 24 horas que ha vivido la alegría y la emoción de la legalización del Partido Comunista de España y se dispone a tomar un avión para regresar a su país.

En realidad, el líder comunista lleva viviendo regularmente en Madrid desde hace un año, pero la suya ha sido una estancia clandestina. Ahora está en el aeropuerto de Orly junto a su mujer, Carmen, y a sus amigos Teodulfo Lagunero y la mujer de éste, Rocío, a punto de tomar un avión que le devuelva a casa. Dentro de dos horas tendrá la ocasión impagable de respirar por primera vez en 40 años el aire de la libertad en España.

Durante el vuelo, Santiago Carrillo tiene tiempo para pasar revista al último año vivido, un año cargado de apuestas y en el que él ha llevado la batuta de una partitura en blanco que la realidad, sumada a sus propósitos y a los del Gobierno Suárez, había ido escribiendo con el transcurso de los días.

El episodio más importante vivido por Carrillo en estos últimos meses es secreto. Sólo tres hombres -Suárez, Carrillo y Armero- lo presenciaron.

«¡Cuántas horas de sueño me ha quitado usted!». Quien pronuncia esa frase es el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. En ese momento está en el vestíbulo de una casa de campo totalmente vacía, propiedad de Armero, en las afueras de Madrid. Y las palabras se las dirige al secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, que desde hace unos minutos está ya en la casa, dispuesto para celebrar una reunión con el presidente del Gobierno en el más absoluto de los secretos. Es domingo, 27 de febrero de 1977.

«La verdad», recuerda Carrillo, «es que Suárez me saludó como si nos conociéramos de toda la vida. Fue cordialísimo, al punto de que, de todos los dirigentes políticos que yo traté en aquella época, y que eran de la oposición, el que menos señas daba de ser anticomunista y de tener menos reservas hacia nosotros era Suárez».

La conversación dura seis horas ininterrumpidas. «Suárez me proponía que fuéramos a las elecciones como independientes», recuerda Carrillo. «Mi respuesta fue negativa. Le dije: 'Mire usted, si no nos legalizan, nosotros montamos mesas electorales a las puertas de los colegios y decimos a la gente que vote en esas mesas y no en los colegios. Bueno, eso no va a cambiar mucho las cosas, pero, ante Europa, ésas ya no van a ser unas elecciones democráticas'».

Adolfo Suárez rememora aquel tiempo y muestra una absoluta conformidad con aquella apuesta política que le llevó a hacer equilibrios durante meses en el filo de la navaja: «Yo asumí los riesgos que corresponden a un político que es en esos momentos presidente del Gobierno. Puede que asumiendo esos riesgos pierda las elecciones. Bien, ha perdido. Pero la grandeza del sistema democrático es ésa. Si un político, a la hora de ejercer el poder, no hace aquellas cosas que cree que debe hacer en beneficio de todos, no está siendo el presidente de todos los españoles. Yo sé que en aquella época asumí muchos riesgos. Pero es que yo estaba llamado para eso».

Tensión militar

El sábado por la noche, en cuanto la noticia de la legalización del PCE se hace pública, los ministros militares se ponen inmediatamente en contacto entre sí y suspenden sus vacaciones.

Dejando a un lado el Ejército del Aire, que se comporta con mayor serenidad, el Ejército de Tierra y la Marina reciben la legalización del PCE como una bofetada, como una ofensa inadmisible y como una traición de Suárez. La indignación por parte de jefes y oficiales es altísima. El lunes 11 de abril, cuando el presidente del Gobierno se incorpora a su despacho, se encuentra con la carta de dimisión del ministro de Marina, almirante Pita da Veiga.

La situación es gravísima. Una indignación incontenible recorre todos los cuarteles y la posición de Adolfo Suárez es sumamente frágil. El problema añadido es que hay una convicción unánimemente compartida en la sociedad española: la de que el Rey está detrás de todos los movimientos políticos llevados a cabo por Suárez desde que él mismo le nombró presidente.

Eso significa que, si Adolfo Suárez se ve obligado a renunciar, se pondría en peligro no sólo su proyecto político, sino también la estabilidad de la Corona. Porque lo que hay en ese momento en el país es el temor, fundado, de que el Ejército se plante.

Pero los problemas para Suárez y para España entera no acaban, sin embargo, aquí. Al día siguiente, 12 de abril, está convocado el Consejo Superior del Ejército. Allí están nada menos que los capitanes generales de las 11 regiones militares, el jefe del Alto Estado Mayor, el jefe del Estado Mayor del Ejército, el director de la Guardia Civil, el de la Escuela Superior del Ejército y el presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, el teniente general Emilio Villaescusa, que ha permanecido dos semanas secuestrado por el GRAPO.

El clima de la reunión es brutal. Los militares se sienten engañados por Suárez, le consideran un traidor, porque muchos recuerdan la reunión del 8 de septiembre en la que, según ellos habían entendido, Suárez les aseguró que el Partido Comunista no sería nunca legalizado en España.

Independientemente de sus interpretaciones, lo grave de esta reunión es su resultado: un comunicado que, a pesar de haber sido suavizado muy mucho gracias a los oficios del jefe del Estado Mayor del Ejército, general Vega Rodríguez, y al director general de la Guardia Civil, general Ibáñez Freire, dice cosas de este tenor: «El Consejo estima debe informarse al Gobierno de que el Ejército, unánimemente unido, considera obligación indeclinable defender la unidad de la Patria, la bandera, la integridad de las instituciones monárquicas y el buen nombre de las Fuerzas Armadas».

Esto es una advertencia durísima. Y muy concreta además, porque está hablando de todo lo que el Partido Comunista no respeta por entonces: ni la unidad, ni la bandera bicolor, ni la Monarquía. Todo eso es lo que el Ejército considera obligación indeclinable defender. Es decir, que, o las cosas cambian o el Ejército interviene.

El comunicado se hace público el 14 de abril, aniversario de la proclamación de la Segunda República española. Mal día para el asunto que se dirime. Y, para mayor escarnio, ése es el día en que el Partido Comunista de España celebra la reunión de su Comité Central. Es la primera vez, desde el final de la guerra, que el PCE se reúne en España en la legalidad.

Suárez pide que el PCE haga un movimiento inaudito en su trayectoria política para que él pueda dar respuesta a las exigencias que acaban de plantearle los indignados militares. A través de Armero, el presidente pide que el PCE acepte la bandera española, la Monarquía y la unidad de España.

A la reunión del PCE asisten 180 personas, lo más granado del comunismo español. Muchos de ellos, viejos comunistas curtidos en una lucha de décadas. Y a esos hombres y mujeres es a quienes se dirige Santiago Carrillo cuando, en un momento determinado de las discusiones, se levanta y dice lo siguiente: «Nos encontramos en la reunión más difícil que hayamos tenido hasta hoy desde la guerra [...]. En estas horas, no digo en estos días, digo en estas horas, puede decidirse si se va hacia la democracia o se entra en una involución gravísima que afectaría no sólo al Partido y a todas las fuerzas democráticas de la oposición, sino también a las reformistas e institucionales [...]. Creo que no dramatizo, digo en este minuto lo que hay».

«Yo me adelanté», explica Carrillo, «a proponer al Comité Central que adoptásemos la bandera nacional, pensando en que eso iba en cierto modo a neutralizar la agresividad contra nosotros».

Los estupefactos militantes se comportan con la disciplina habitual y no rechistan: 169 votos a favor, ninguno en contra y 11 abstenciones.

Unidad de España

Después, el secretario general del Partido Comunista celebra una rueda de prensa. La Monarquía, la unidad de España y la bandera son los puntos estrellas de su intervención: «Si la Monarquía continúa obrando de manera decidida para establecer en nuestro país la democracia, estimamos que en unas futuras Cortes nuestro partido y las fuerzas democráticas podrían considerar la Monarquía como un régimen constitucional [...]. Estamos convencidos de ser a la vez enérgicos y clarividentes defensores de la unidad de lo que es nuestra patria común [...]. En tanto que representativa de ese Estado que nos reconoce, hemos decidido colocar hoy aquí, en la sala de reuniones del Comité Central, al lado de la bandera del partido, que sigue y seguirá siendo roja, la bandera del Estado español».

Con este movimiento final, Santiago Carrillo acaba de proporcionar al presidente Suárez el espaldarazo que él necesitaba imperiosamente para poder culminar su tarea.

La irritación en el Ejército se atenúa, pero no desaparece. En algunos sectores, los más recalcitrantes, queda encapsulada y archivada en la memoria. Éste será el primero de los varios agravios que la ultraderecha esgrimirá para intentar, un día de febrero de 1981, que el Ejército eche abajo el régimen de libertades conquistado por todos. Pero eso tardará en verse.

Lo que sucede de momento es que, a partir de aquel día, Adolfo Suárez, acompañado de todos los españoles, enfila la recta final que llevará al país a celebrar, dos meses más tarde, las primeras elecciones libres de los últimos 40 años.

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