Domingo, 8 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6321.
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 NUEVA ECONOMIA
OPINION
El Estado regaña a los pecadores
FELIX BORNSTEIN

El Estado es un gran productor de reglas de carácter coactivo. La burocracia que lo impulsa se justifica a sí misma como una fábrica compleja de normas que moldean las conductas y la mentalidad de los ciudadanos. Y los representantes políticos de éstos compiten entre sí ofertando una proliferación legislativa de banda ancha que penetra en todos los espacios en los que no encuentra resistencia suficiente por los individuos. En nuestro Estado regulador el rey es un personaje designado por algunos filósofos del derecho con el nombre de legislador activo, el magistrado supremo que emerge de la juridificación de la vida, de la extensión de las leyes sobre cuestiones que hasta hace poco tenían naturaleza informal y eran consideradas por casi todos como asuntos privados.

Fijémonos en la relación de la Ley con el mal (en minúsculas sólo en este ahora dudoso en el que presenciamos la reaparición activa de los teólogos). Matar, robar o estafar a nuestros semejantes es inaceptable para cualquier sociedad civilizada, dichas conductas están tipificadas como delitos y sus autores son castigados con fuertes sanciones por las leyes penales. Pero los códigos de esta especie, aunque paulatinamente se están desprendiendo de este principio, han seguido el axioma de intervención mínima y no reprimen actos calificados como perniciosos en los ámbitos moral y religioso. Sin embargo, una burocracia inquieta ha explotado su filón natural: el Derecho Administrativo. Pese a que, hasta no hace mucho, la frontera que separaba la ley del pecado venía bien rotulada en los mapas de las conductas sociales.

Poco a poco han ido aflorando a la superficie los impulsos del legislador activo. Al principio, sin atreverse a prohibir todavía comportamientos privados, drenaba sus efectos sociales a través de normas desincentivadoras de naturaleza indirecta. Se ha utilizado mucho aquí la política fiscal para revertir los costes sociales y económicos del mal en contra de su autor eficiente. El Estado no siempre prohibía la contaminación, pero «quien contamina, paga». No prohibía el alcohol, pero mediante un sistema de accisas grava el consumo de ron o el de cerveza. No prohibía el bingo, pero ha establecido un impuesto sobre el juego. Incluso la especulación monetaria ha recibido los reproches de proyectos contra la codicia, como la Tasa Tobin o el tributo ideado por Paul Bernd Spahn. Habían nacido los sin tax, los «impuestos sobre el pecado».

Pero los poderes públicos no se conforman con esto. Ahora, sobre el alcohol, el tabaco o las ludopatías, las prohibiciones normativas son de carácter directo. Una especie de adensamiento del derecho (Habermas) se quiere apropiar también de las meretrices, quiere redimirlas sin oír siquiera su voz y sin regular lo único que tiene que regular, que es su actividad económica. El Estado parece un proxeneta indolente y paternalista incapaz de entender que muchas de estas cortesanas eligen libremente su profesión, lo que le resuelve el enojoso problema de acabar con los proxenetas reales. En los periódicos del pasado 14 de marzo leí las declaraciones de Carolina Hernández y Margarita Carreras, dos prostitutas hartas de que un amplio arco parlamentario compuesto por diputadas y senadoras del PSOE, PP y CiU se opusiera paternalmente (¿mejor maternalmente?) a su comercio sexual en nombre de la dignidad de la mujer porque no deben regularse los derechos de unas trabajadoras que, según dicen Sus Señorías, están controladas en un 90% por mafias y el resto son tontas. Hay que reinsertarlas.

El afán moralizante es una ideología compartida. Nuestros sacerdotes liberales también han ingresado en la secta. Esperanza Aguirre ha dedicado a sus feligreses madrileños, en una Ley de diciembre de 2006, además de los consabidos desvelos por su exceso de peso, una modificación de la Ley regional del Juego con «el fin de proteger el derecho de los ciudadanos a que les sea prohibida la entrada a los establecimientos de juego».

La Comunidad de Madrid «le» ejerce su derecho subjetivo al ludópata para que no recaiga en el vicio. El homo ludens es, por fin, expulsado del paraíso.

Félix Bornstein es abogado

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