Domingo, 8 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6321.
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TESTIGO IMPERTINENTE
Los viejos rockeros nunca mueren
En San Carlos Borromeo, la parroquia cerrada por el arzobispado de Madrid, no dan hostias, sino rosquillas Dentro no hay sagrario ni altar ni confesionarios ni vírgenes Se lee el Evangelio y el Corán y no hay oficios de Semana Santa
CARMEN RIGALT

El perfil de Madrid se abre al horizonte confundido entre ciudades sucesivas y obcecadamente iguales. Sólo les distingue el nombre: Manoteras, Valdebernardo, Moratalaz, Vallecas. Me dirijo a Entrevías, a la parroquia de San Carlos Borromeo, donde no dan hostias sino rosquillas. Eso dice la tele. Convertida en foco de resistencia, la parroquia concita estos días el interés de los medios informativos al haber sido suspendida de sus funciones. Hoy domingo se espera que mucha gente vaya en peregrinación a la misa de una.

No tiene pérdida. Es un edificio modesto situado frente a la vía del tren. La fachada está recorrida por pintadas vivísimas que recuerdan viejos tiempos. En un barrio de fisonomía tan aburrida las pintadas constituyen una agradable expresión de luz. Dentro no hay sagrario ni altar ni confesionarios ni vírgenes. Sólo un cristo, una mesa con un cenicero y bancos. También un lámina del Gernika de Picasso, recortes de periódicos, comunicados. Una de las paredes (central o lateral, no importa: aquí la brújula no se sujeta a convenciones) está ocupada por un mural apelmazado y oscuro.

Le llaman «la parroquia de los chorizos» porque acoge a la población marginal: drogotas, okupas, ilegales, prostitutas, insumisos. El trabajo siempre ha sido intenso, pero los curas nunca han estado tan desbordados como ahora. El teléfono no para. Mucha gente se interesa por la situación de la parroquia y comunica su asistencia a la misa del domingo. Medios de comunicación de Europa y América llaman preguntando por los motivos que han llevado al arzobispo a cerrar la parroquia. El pitote ya está armado.

Los hombres de San Carlos están tranquilos. Son curas duros de pelar que reciben el apoyo de gente anónima y conocida. «Con nosotros está una aristócrata que no duda en dar una patada a una puerta cuando se trata de ocupar una vivienda. También un juez y un fiscal. Y algún empresario». Quien así se manifiesta es el cura EnriquedeCastro, heredero del espíritu del Pozo y descendiente directo del padre Llanos. Junto a él gobiernan la parroquia JoséDíaz y JavierBaeza, el párroco titular hasta hace nada. Tres curas afines a la teología de la liberación. Tres hombres con un par. Ellos han decidido contestar por separado a RoucoVarela, aunque se presume que sus respuestas serán parecidas. No piensan claudicar. «Este final se viene gestando desde hace un año», dice De Castro. A lo largo del tiempo ha habido muchas denuncias de los sectores más conservadores de la Iglesia y él mismo ha sido objeto de amenazas. «Les molesta que demos la comunión en la mano. Y meten papelitos en la hucha diciendo que me voy a condenar».

La decisión de convertir la parroquia en un centro social gestionado por Cáritas ha caído como un mazazo. Enrique de Castro se queja de la incomprensión del obispo, que ha valorado en exceso ciertos aspectos superficiales. «Aquí no hay sagrario. Lo hubo en tiempos, pero entraban a robar y lo descerrajaban, así que lo quitamos. Como no soy muy dado a lo mágico, consagro el alimento que se va a tomar, sea pan o rosquillas, y lo reparto. Nunca guardo nada».

Liturgia y catequesis son los dos frentes que el obispo considera lesionados por los curas de la parroquia. «Respecto al culto, se ha hecho categoría de las anécdotas, como si el problema fuera de rosquillas. En cuanto a la catequesis, el arzobispado viene a decir que no está homologada», explica Enrique de Castro, un hombre de posiciones opuestas a las de Rouco. Baste recordar los títulos de dos de sus libros: La fiel estafa y Dios es ateo. Pero lo que ha acabado con la paciencia del obispo no han sido los libros de este cura sino las misas. En la parroquia se lee el Evangelio y el Corán, y no hay oficios de Semana Santa. Mientras las vírgenes barrocas celebraban su derbi en Sevilla, San Carlos vivía un cristianismo sustancial, sin orfebrería ni cera derretida.

En esta tierra de misiones ha triunfado la teología de la liberación y los curas partisanos se enfrentan a la autoridad eclesiástica con gran munición de optimismo. La vida ha empezado otra vez para ellos. Los viejos rockeros nunca mueren.


Madres que saben latín

LAS PINTADAS. A Sara Nieto y Carmen Díaz las llaman las «madres». A secas. Inicialmente fueron las madres de la droga, pero ahora parecen madres de todo. Son, además, una especie de guardia pretoriana de Enrique de Castro, la cara mediática de este invento. Su voz se oye mucho en la asamblea constituida tras el cierre de la parroquia, de la que muestran las llaves con el orgullo que les confiere la veteranía. Vienen de la marginación, pero saben latín. Recuerdan que la parroquia tiene muchas obligaciones adquiridas y no piensan descuidarlas. La celebración de la fe y la atención a la gente están unidas, dicen. El compromiso no tiene fecha de caducidad para ellas.

Carmen cuenta su turbulento pasado y su presente de esteticien de suelo de discotecas (o sea, fregona). Tiene un sentido del humor vibrante y una capacidad de trabajo envidiable. Sara dice tener ya pocas fuerzas para la lucha, pero su vitalidad desmiente sus palabras. Por edad, ha formado parte de todas las movidas de San Carlos desde hace más de 20 años. Se sabe las pintadas como si las hubiera escrito ella. «Cuando la guerra de Irak», señala, «reservamos la fachada de la iglesia para pintadas suaves, tipo No a la guerra, Otro mundo es posible y cosas así. Las guarrerías las llevamos a la pared de enfrente, que es del Ayuntamiento. Ahí pusimos: Bush hijo de puta, y todo eso. Luego vino Gallardón y lo mandó borrar. Creo que lo llamó contaminación óptica».

Uno de los recuerdos más gratos pertenece a Fernando León, que rodó parte de Princesas en un descampado próximo y utilizó de camerino la parroquia. Las putas entraban y salían de San Carlos como si nada. Menos mal que no lo vio el obispo.

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