El 4 de septiembre embarqué con mi familia en el puerto de El Pireo a bordo de un crucero de 22.400 toneladas llamado Sea Diamond, de 142 metros de eslora y tan grande como un edificio de ocho plantas. El jueves día 7, tras recorrer varias islas del Egeo, llegamos a Santorini.
Llamar isla a Santorini es casi un sarcasmo. En realidad es la boca del cráter de un volcán sumergido, que emerge en dos escarpados farallones rocosos con forma de media luna, separados por un brazo de mar: Fira, el principal, y Thirassia. Dos islotes crecen (por la actividad volcánica), yermos, en el centro de la caldera.
Hay dos pequeños muelles a los que el barco, por su calado, no podía arrimarse. Fondeó a unos 500 metros de las rocas y los pasajeros fuimos desembarcados en barcazas de 70 u 80 plazas, tras una operación con bamboleantes pasarelas que daban sensación de riesgo y aventura a los cebados y complacidos turistas.
Hace 5.000 años aquello sí era una isla, en la que floreció una colonia minoica. Restos hallados bajo cenizas en el lugar llamado Akrotiri muestran una avanzada civilización, con casas de hasta tres pisos dotadas de canalizaciones y tuberías de agua, en tiempos en los que parte de la Humanidad ni siquiera usaba metales. Pero Santorini es uno de esos lugares del globo que merecen ser marcados con una cruz como un peligroso costurón por donde de vez en cuando tose violentamente el corazón del planeta.
Hace unos 3.500 años hubo una brutal erupción (una de las mayores en 10 milenios), que hizo estallar la isla en pedazos, lanzando tal nube de piedra y polvo que hay registros de que fue observada hasta en China. Los actuales habitantes, siguiendo al arqueólogo Spyridon Marinatos, creen vivir en el mítico lugar al que alude Platón en sus escritos Timeo y Critias llamándolo la Atlántida.
Santorini, con huellas anteriores de fuertes seísmos, permaneció desierta tres siglos tras el gran desastre. Luego llegaron fenicios, griegos, venecianos y turcos. En 1912 se la anexionó Grecia, pero en 1956 fue devastada por otro brutal terremoto y quedó otra vez vacía más de 30 años, hasta que el turismo le insufló nueva vida. Desde la cresta de los acantilados se ve que el cuerpo isleño al otro lado es una ladera fértil para olivos y vides, con un aeropuerto en el extremo. Los lugareños, sin embargo, pronostican con naturalidad el próximo cataclismo.
El pasado Jueves Santo, el Sea Diamond, repitiendo su viaje semanal y con toda la tecnología de navegación, rozó la quilla con alguna aguja submarina al entrar en la caldera. Se abrió una vía de agua, se escoró a estribor y empezó a hundirse por la proa. Quizás el hábito de hacer desembarcos extremos facilitó que casi todas las 1.500 personas a bordo -excepto dos turistas franceses- pudieran ser llevadas a tierra en pleno caos. En unas horas el crucero desapareció bajo 300 metros de agua.
La ciencia y la razón no pueden asumir la ida de que exista una isla maldita. Pero Santorini tiene todas las papeletas para ser considerada así.