CARLOS TORO
El hombre de moda de nuestro fútbol atiende por David Silva. Es canario. Español, pues, aunque no peninsular. Los canarios nos llaman «peninsulares» a los demás españoles. Los canarios son de aquí, pero están allá, lo que les confiere un cierto exotismo derivado de su situación geográfica. Más meridionales que los andaluces, su fútbol se parece más al suramericano que al europeo.
Hablar del «fútbol canario» es aceptar, evocar y definir un estilo fundamentalmente técnico y, con las excepciones que se quiera, entre ellas la de Silva, más bien lento. En la Península hemos tildado de aplatanaos a sus representantes cuando nos han exasperado con su frialdad o su pachorra. Valerón, con su virtuosismo al ralentí, constituiría la representación paradigmática del fútbol canario, una imagen de marca que también se nos ha mostrado en ejemplos exquisitos como los de Tonono y Guedes. El molde insular ha proporcionado asimismo regateadores de fantasía como Luis Molowny y, a causa de la fertilidad de una cantera innata, talentos precoces que, a menudo, se han quedado en la mitad de lo que prometían.
Hubo otro Silva canario, de nombre Alfonso, que dejó huella en el fútbol nacional. Llegó al Atlético de Madrid en 1946. Permaneció nueve temporadas con los rojiblancos. Considerado el mejor futbolista grancanario de todos los tiempos, hijo predilecto de la ciudad de Las Palmas, ha sido para algún erudito el jugador más técnico que ha conocido nuestro fútbol. Tal vez sea mucho decir, porque no existe una tabla de pesos y medidas al respecto, ni estamos ante una categoría empíricamente demostrable. Pero los viejos aficionados del Metropolitano hablan y no paran de su excelsa calidad y su... desesperante calma. Entrenado el equipo por Helenio Herrera, contribuyó decisivamente a los títulos ligueros de las temporadas 49-50 y 50-51. Su nombre está asociado a la inmortal delantera de seda (Juncosa, Vidal, Silva, Carlsson y Escudero), mito atlético que alcanzó su apoteosis con Ben Barek en lugar de Vidal.
No hace aún dos meses que murió. Cerezo y Gil transmitieron privadamente el pésame a la familia. Pero el club no lo homenajeó en público ni con un brazalete negro ni con un minuto de silencio. Así se escribe a veces la Historia: con tinta invisible.
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