La lengua con sangre entra. Nicolas Sarkozy le ha dado una vuelta al autoritario proverbio escolar para convertir la lengua francesa en la esencia de su programa cultural e identitario. No sólo quiere que los extranjeros la aprendan como requisito imprescindible en los trámites de regularización. También ha desempolvado el repertorio exacerbado de Antoine Rivarol (1753-1801), símbolo monárquico en la era de la guillotina y autor de una sentencia patriótica que Sarko repite como referencia de su propio breviario político: «El francés es la lengua de la Humanidad».
Conviene recordar la hipérbole, porque forma parte del enfoque proteccionista y autocomplaciente que delinea el esquema de Sarkozy y que parece haber igualmente seducido la estrategia de Ségolène Royal. Ambos defienden los derechos de autor digitales en plena efervescencia de internet; quieren implantar clases de arte y estética en los barrios; defienden las cuotas de música en lengua francesa para las emisoras de radio; protegen la industria cinematográfica nacional respecto al gigante de Hollywood; estiman prioritaria la rehabilitación y la protección del patrimonio nacional. Y se jactan de la excepción cultural francesa.
Una excepción cuyas dimensiones implican que uno y otro candidato pueden distraerse de sus convicciones ideológicas. La fama liberal de Sarkozy, por ejemplo, contradice su idea de llevar a cabo un plan de Estado para la salvación de la industria discográfica, mientras que la reputación en el plano social de Royal desafina con su proyecto americano de incentivar el mercado de arte contemporáneo con ventajas fiscales.
La cultura ocupa la letra pequeña del debate nacional, pero no sucede igual con la importancia mediática de quienes viven de ella. Empezando por los pensadores de izquierdas que han decidido alinearse en el acuartelamiento de Sarkozy. Max Gallo lo ha hecho desde la cima de su popularidad de escritor, sin necesidad de reprocharse su pasado como portavoz de Mitterrand, mientras que André Glucksmann, antiguo espadachín maoísta reciclado en politólogo del gusto de Bush, defiende al conservador porque es «el único con estatura de hombre de Estado».
Palabras de elogio y entusiasmo que comparten explícita o implícitamente varias referencias intelectuales de la órbita hebrea. Incluidos Marc Waitzmann, Alain Finkielkraut y Pierre André Taguieff, que han rebuscado en el árbol de Sarkozy un apellido judío -su abuelo materno, de origen sefardí, se convirtió al cristianismo- y que han encontrado en el líder del partido gubernamental (UMP) una visión del problema israelí más allegada a la estrategia de EEUU.
La emigración de intelectuales no parece haber desconcertado a Royal. Todavía le quedan algunas referencias históricas de los tiempos de Mitterrand (Laure Adler, Jack Lang, Bernard-Henri Lévy, Eric Oresenna), pero sobre todo ha logrado incitar una gran solidaridad femenina en torno a su imagen benefactora. Jeanne Moreau, Emmanuelle Béart, Catherine Deneuve, Carol Bouquet o Julie Depardieu se dejan ver en los mítines de la candidata, firman manifiestos y se movilizan en las televisiones para recaudar el voto socialista.
«Estamos delante de una oportunidad histórica», decía Jeanne Moreau a EL MUNDO. «No me interesa Ségolène como mujer, sino como político de altura. Y sólo ella puede tratar a los franceses sin esa obsesión paternalista y autoritaria que hemos sufrido hasta ahora».
Sarkozy tiene sus armas para defenderse. Algunas son tan previsibles como Alain Delon o Jean Reno, partidarios de la firmeza y los valores tradicionales. Otras, como el rapero Doc Gyneco, han adquirido un aspecto más desconcertante, porque Sarkozy es un personaje político demonizado y maldito en las calientes periferias francesas.
No es la única sorpresa. Jean-Marie Le Pen, por ejemplo, ha conseguido atraer a su causa al popular humorista negro Dieudonné, aunque la adquisición más importante lleva el nombre de Alain Soral, un pensador antisistema cuya fidelidad a la hoz y el martillo ha dejado espacio a la solidaridad operaria que ahora defiende el líder del Frente Nacional.
La sopa de letras, el transfuguismo cultural y la confusión no ayudan demasiado a los electores franceses. Mucho menos cuando el gran favorito al Elíseo, Nicolas Sarkozy, se apropia de las referencias de la izquierda -Jean Jaurés, Zola, Camus-, para luego reivindicar las cruzadas, ensalzar las catedrales y citar desde el púlpito el mito lingüístico de Rivarol.