Ry Cooder, presenta nuevo disco, My name is Buddy. Guitarrista sideral, estudioso del folclore estadounidense, atiende a los medios vía telefónica desde su residencia californiana.
Cooder ha facturado música exhuberante, entre Arizona, Los Angeles, Mali, la India y Hawai, y compuesto bandas sonoras definitivas (Paris-Texas). Colaboró con músicos como Manuel Galbán y Alí Farka Touré y fue tentado, a finales de los 60, para ingresar en los Rolling Stones.
También propició, 30 años después, el maravilloso y polémico Buena Vista Social Club. Una carrera lóngeva y prodigiosa que alcanza cuatro décadas con un disco a contrapelo, plagado de sonidos oscuros, himnos tabernarios, prosas de carretera, aromas blues, folk y country y guiños a Hank Williams, Johnny Cash y Tom Waits y colaboraciones de un puñado de luminarias, de Pete Seeger a Flaco Jiménez, Van Dyke Parks o Paddy Moloney.
Una obra conceptual sobre un gato, Buddy, que atraviesa Estados Unidos tras el crack del 29. Su viaje huele a Las uvas de la ira, a Steinbeck y John Ford, a reivindicación de la clase trabajadora y su rica marmita musical, reivindicada por un Cooder convencido de que su pérdida simboliza la claudicación del pueblo americano.
Pregunta.- ¿Cómo nació el disco?
Respuesta.- Bueno, es una historia loca. Las ideas llegan a veces de forma insospechada. Recibí una foto de Leadbelly, el legendario bluesman, que un amigo mío había encontrado pegada en un poste en Vancouver. Su cara había sido sustituida por la de un gato y debajo venía su nombre, Buddy, y una dirección de internet. Mi amigo añadía una posdata: «Seguro que sabrás que hacer con esto». Quedé muy intrigado, y encontré que la dirección pertenecía a una tienda de discos de Vancouver, Red Cat Records. Llamé por teléfono y, tras convencerlos de que quién era, porque no me creían, me explicaron que Buddy fue durante años su mascota, un gato rojo y grande que vivía entre los discos y al que habían encontrado a la entrada del establecimiento años antes, durmiendo en una maleta. Allí había una historia, y me puse a trabajar en ella.
P.- Una historia cargada de resonancias.
R.- Claro. Cuando terminé Chavez Ravine [su anterior disco, dedicado al barrio chicano de Los Angeles destruido en los 50 para construir un estadio de béisbol; una obra plagada de sonidos pachucos, tex-mex, guitarras fronterizas y corridos], supe que quería seguir dándole voz a los que la habían perdido, en la línea de Woody Guthrie y sus tonadas, y descubrí que Buddy era el camino, la espoleta que permitiría construir la fábula, una historia que me llevaría hacia las canciones.
P.- Habla de una historia, y en realidad lo es hasta el punto de que el disco viene acompañado de un libreto donde cuenta la génesis de cada tema, casi un pequeño libro.
R.- Sí, la historia de Buddy, el gato que abandona la granja de sus padres en el Medio Oeste para viajar hacia California.
P.- Y en el camino descubre la música de raíz americana y toma conciencia política...
R.- Buddy pasa por granjas abandonadas, conoce a trabajadores brutalizados, sufre la represión policial, vive en la carretera, como un vagabundo, y utiliza para cada episodio una sonoridad distinta, unida por el sustrato del folk americano, del blues rural a la influencia irlandesa... Son sonidos que están ahí, música de gente pobre, que escribía canciones para hablar de sus vidas. La música popular hacía que la gente olvidase sus diferencias y siempre, siempre fue subversiva.
P.- ¿Se está perdiendo?
R.- ¿La música? No te quepa duda. Desde que la gente aborrece llamarse clase trabajadora y se cree burguesía por comprar a crédito. Nos hemos llenado de grandes superficies, hamburgueserías y cárceles, y a cambio olvidamos las raíces, el conocimiento de que quiénes somos y de dónde venimos, el origen de los privilegios sociales que disfrutamos y que costaron tanta sangre, y en el centro de todo, pálida, casi como un objeto decorativo para uso de antropólogos, queda la música, la crónica de la gente cuando Estados Unidos no vivía alienado por las corporaciones y la televisión, un olla de una riqueza asombrosa que cambiaba en cada pueblo. No quiero sonar nostálgico, pero la mayoría de la música actual resulta idéntica, plastificada, artificiosa, y eso sucede porque nos hemos dejado arrebatar la memoria, y con ella el fuego.
P.- A lo largo de su carrera ha probado con músicas lejanas y entablado diálogos con creadores de otras latitudes. Las barreras culturales, linguísticas, ¿son un impedimento o un estímulo?
R.- Mira, la música es siempre igual, y los músicos de verdad tienen intereses similares, es algo que depende de la emoción. Cuando era pequeño solía mirar fotografías de Guthrie y pensaba que quería ser como él, y para eso debes viajar, pero viajar, sobre todo, con la mente, leyendo, formándote, imaginando, y el caso más claro fue el de Compay Segundo y el resto de músicos superdotados que encontré en Cuba. Estaban retirados, pasados de moda, cantando en hoteles, haciendo música para turistas, y en realidad mi viaje fue mental, porque la música que yo escuchaba ya no existía más que en viejos vinilos, y afortunadamente pudimos recuperarla.
P.- ¿Cómo fue el tema de las sanciones?
R.- Muy triste. La Administración Clinton me impuso una multa [por colaborar con músicos cubanos y romper el embargo], pero hoy sería aún peor. Sé, por el propio Departamento de Estado, que si regreso a Cuba a grabar con ellos, sencillamente, me meterían en la cárcel.
P.- Su nuevo disco viene acompañado por un jugoso libreto, con las historias y las letras, y dibujos Vicent Valdez, un joven artista chicano. ¿Una declaración de intenciones en tiempos de piratería?
R.- En parte sí. Tengo 60 años y a mí no preocupa mucho, porque el grueso de mi obra está ahí, pero me pregunto qué sucederá de aquí a un lustro, cuando la industria haya desaparecido. ¿De qué vivirán los músicos? Además, a mí me gustan los discos como objeto físico, como receptáculo de una narrativa que va más allá de la música, y eso, en un mundo donde la gente joven piratea con nulas referencias, terminará muriendo.
P.- Un futuro bastante negro.
R.- Salgo poco de gira, prefieron trabajar en casa. Joachim [Joachim Cooder, su hijo, músico por derecho propio que lidera una banda y colabora en el disco de su padre], suele decirme que no me gustaría casi nada de lo que ve en la carretera, pero bueno, tengo esperanza. Hay gente joven con talento y ganas de experimentar, chavales que aman la música y no la dejarán morir, y también hay historias, por ejemplo la de los trabajadores que vienen de México y Centroamérica, tan duras, emocionantes y reales como las que impulsaron a escribir a nuestros abuelos.