Entre 20 y 300 dólares (de 14 a 225 euros). Ésa es la banda de precios por los conciertos en el Kennedy Center, el tempo de la música en Washington, para la próxima semana. Normalmente, la tarifa para escuchar al violinista Joshua Bell se situaría en la parte superior de esa franja. Pero no el viernes pasado. Ese día, durante 43 minutos, Bell interpretó una serie de piezas -entre ellas, Chaconne, de Juan Sebastián Bach, una de las obras más difíciles que se pueden tocar con un violín- en la parada de Metro de L'Enfant, la mayor de Washington.
En total, 1.097 personas pasaron frente a él. Y ni una sola se detuvo un segundo para escucharle. Bell, vestido con una camiseta, parecía un músico callejero más, y no un virtuoso que ha ganado un Grammy y que estaba además tocando un stradivarius de 1713 que compró hace unos pocos años por una cantidad que permanece secreta, pero que se estima en 3,5 millones de dólares (2,6 millones de euros). En total, sacó 23 dólares. Dos días antes, en el Symphony Hall, en Boston, Bell había llenado la sala, a un precio medio de 100 dólares (75 euros) la butaca.
Todo empezó como una iniciativa de The Washington Post. ¿Serían los habitantes de la ciudad capaces de reconocer el talento de uno de los mayores violinistas del mundo? Para ello, sólo había una forma de saberlo. Poner a Bell, que estaba en la ciudad examinando un violín del siglo XVIII en la Biblioteca del Congreso, a tocar en hora punta -las ocho menos cuarto de la mañana- en una de las bocas de la parada de L'Enfant, por la que en ese momento pasan miles de funcionarios que se dirigen a sus trabajos en las oficinas del Gobierno federal (el equivalente de la Administración central española), que ocupan esa parte de Washington.
En teoría, la gente debería detectar que aquel individuo no era un músico callejero más. Ésa era al menos la opinión de los expertos. Leonard Slatkin, director de la Orquesta Sinfónica Nacional de Washington estimó que, si pasaban 1.000 personas frente a Bell, «tal vez entre 75 y 100 se pararán y escucharán durante algún tiempo», y el intérprete lograría obtener «alrededor de 150 dólares».
Slatkin es mucho mejor como director de orquesta que como sociólogo. O tal vez imaginaba que la música clásica tiene el mismo atractivo popular que el rock de U2, que en 1987 paralizaron una calle en Los Angeles mientras tocaban su éxito Where the streets have no name en el tejado de una tienda de bebidas alcohólicas, al más puro estilo de The Beatles, que hicieron lo mismo, pero en el tejado de su discográfica, Apple.
Queda sin embargo el consuelo de que cuatro años después Bono y sus compañeros trataron de montar el mismo espectáculo en Oxford Street, en Londres, con su canción The fly, para encontrarse con una formidable indiferencia de los británicos, lo que les llevó a grabar un videoclip del tema en estudio, dado que no tiene gracia ver a cuatro irlandeses tocando en directo entre la indiferencia del público.
La experiencia de Bell en L'Enfant le sitúa en la tradición de The fly. A pesar de la glacial mañana en Washington, a cero grados centígrados, el público no mostró el más mínimo interés en su trabajo. Durante los tres primeros minutos de interpretación de Chaconne, no sólo no se paró ningún transeúnte, sino que nadie giró ni siquiera la cabeza para mirar a Bell.
Sólo cuando el genio ya llevaba allí tres minutos y medio, un hombre le dio una limosna de un dólar. Tras Chaconne vino el Ave Maria de Schubert. Luego, otros clásicos. Siempre entre la indiferencia del público. O del público adulto. Porque uno de los pocos que quisieron pararse fue Evan, un niño afroamericano de tres años de edad. Pero su madre tiró de él para que no se detuviera. Su madre, Sharon Parker, justificó su falta de paciencia al Post: «No tenía tiempo para pararme».