¿Cerrar el FMI [Fondo Monetario Internacional]? ¿Venderlo a un fondo de capital-riesgo como Texas Pacific Group, que está interesado en Iberia, para que lo ponga en números negros? En los últimos meses, bromas de ese tipo han aparecido en la prensa internacional más prestigiosa, como el diario Financial Times o el confidencial Breakingviews, cuyo director, Hugo Dixon, fue hasta los 90 uno de los jefes del rotativo británico que es la Biblia de la economía en Europa.
Lo cierto, sin embargo, es que el Fondo -que mañana empieza su asamblea de primavera- goza de buena salud, a pesar de que la ausencia de crisis financieras que recuerden su importancia y la aparente incapacidad de las grandes economías mundiales para reformarlo amenazan con paralizar los planes de transformación de su director gerente, Rodrigo Rato.
Hace justo un año, el FMI anunciaba, a bombo y platillo, su transformación en una especie de G-8 ampliado. El objetivo era transformar a la institución en un foro menos politizado que en la actualidad en el que Estados Unidos y las economías asiáticas -en especial, China, que no forma parte del G-8- pudieran coordinar sus políticas cambiarias.
Una transformación profunda para una institución que nació en un mundo de tipos de cambio fijos, con el dólar y la libra fijados al oro, y que ha tenido que adaptarse a una realidad marcada por los tipos de cambio flotantes y la proliferación de dinero fiduciario, es decir, no vinculado al patrón-oro. Y en el que, en un desafío total de la ortodoxia económica, los países en vías de desarrollo -como China, varios países asiáticos, Brasil y los exportadores de petróleo- financian a la primera economía mundial, Estados Unidos.
Un año después de aquel anuncio, la reforma duerme el sueño de los justos, esencialmente debido a la apatía de Washington y Pekín. La reestructuración de las cuotas y los derechos de voto avanzan lentamente, sobre todo por la histeria de los europeos a perder influencia en un organismo cuya división de poderes recuerda más a la economía de 1950 que a la de 2007. Al igual que la propia estructura de la institución, que sigue centrando sus esfuerzos en los países desarrollados, a pesar del creciente peso en la economía mundial de los mercados emergentes, y que hasta hace poco apenas dio importancia a los sistemas financieros de los países, una tarea que ahora está empezando a cambiar tras el nombramiento del ex gobernador del Banco de España, Jaime Caruana, como director de un superdepartamento dedicado precisamente a esa actividad.
Y el Fondo parece perder influencia a cada día que pasa. Argentina ignoró olímpicamente sus recomendaciones, y su economía está expandiéndose. Incluso un país tan subdesarrollado como Angola se ha permitido recientemente rechazar la ayuda del FMI.
Las reservas de divisas de los países asiáticos superan con creces las del Fondo. Para muchos, la institución corre peligro de convertirse en un think-tank público, de enorme prestigio -y también tremendamente controvertido por su identificación con una clara línea ideológica- pero irrelevante en la práctica. En otras palabras: una OCDE. Pero en Washington, en lugar de en París.
Claro que la historia del FMI está marcada por periodos de marasmo tras los que su importancia se disparó. En los años 50, o en los 70, la institución pareció caer en la irrelevancia. Pero, cada vez que hay una crisis, el Fondo se convierte en el bombero de la economía mundial. Lo fue en la crisis de la deuda externa de América Latina, en los 80, en la reconversión de la economía de los países comunistas, tras la caída del Muro de Berlín, y en la crisis de los mercados emergentes de 1998-1999.