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Una mentira no tendría sentido si la verdad no fuera percibida como peligrosa (Alfred Adler) |
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AQUI / NO HAY PLAYA |
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Madrid bien vale una misa |
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David Torres
Uno lee lo de la parroquia de San Carlos Borromeo, en el puente de Vallecas, y le entra nostalgia de los viejos tiempos, cuando los curas de barrio se la jugaban prestando el sótano de la iglesia para las reuniones sindicales. Hombres de mejillas chupadas (de los que leían en voz alta apuntalando las letras con el dedo) se reunían en el cobijo de la Casa de Dios como en la época de las catacumbas romanas. Nunca el cristianismo estuvo más cerca de volver a sus orígenes que entonces, en los últimos estertores del franquismo, cuando las parroquias del extrarradio abrían las 24 horas para salvar no sólo las almas sino también los cuerpos reventados de aquellos chavales que vagaban por las calles tirando de pistola o de navaja, persiguiendo el espectro de un caballo loco.
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Como soy de San Blas recuerdo muy bien aquellos años en que salir a la calle era una aventura, cruzar el parque solo una epopeya y regresar a casa de noche una ruleta rusa. Los maderos te detenían en la calle a la primera de cambio, te obligaban a enseñarles el carné y a remangarte la camisa para ver si estabas vacunado contra la realidad. Por todos los suburbios, de Carabanchel a Vallecas, y de Moratalaz a Batán, desfallecían hordas de zombis que ya no distinguían muy bien entre la heroína y la cal, entre la harina y la ralladura de mármol. Los encontraban muertos, con los brazos acribillados por la sed, y a nadie le importaba un bledo, no había nadie que les echara una mano, excepto aquellos curas de corazón rojo que se tomaron los Evangelios demasiado a pecho.
Después, como siempre, llovió el tiempo y la teología de la liberación se convirtió en una cosa seria, con sus ideólogos, sus revolucionarios y sus poetas, hasta que llegó Juan Pablo II, se levantó después de besar el suelo y le atizó una colleja a Ernesto Cardenal que por poco le quita la boina. Cristo dijo que había que dejar todo y seguirlo, incluida la mochila con los libros de Marx, pero Cardenal no entendía por qué si la Iglesia podía alzarse en armas frente al enemigo totalitario en Polonia, no podía hacer otro tanto en Nicaragua. Lo mismo les ha pasado ahora a estos sacerdotes de Entrevías, que vestían jerséis de lana en lugar de sotana y daban la comunión con rosquillas. Se han topado con el misterio indescifrable de la jerarquía que un día juraron acatar, el pescozón retrógrado del Arzobispado, y ya no hay mus. Lo que no se entiende muy bien es qué pintan en todo este cisma teológico el Wyoming, Willy Toledo y Alberto San Juan, si no pisan la iglesia desde que llevaban pantalones cortos. Toda la vida presumiendo de impíos y ahora van y comulgan no con rosquillas sino con ruedas de molino. ¿Ateísmo de marketing? No: debe de ser que ha empezado la campaña electoral y Madrid bien vale una misa.
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