CARMEN RIGALT
Abril es un mes meón y lluvioso. Lo dice el refranero. Me pregunto qué dirá el refranero pasados un par de siglos, cuando la memoria nos haya borrado del mapa y ni los nietos de nuestros nietos conserven nuestro nombre. Los profetas del cambio climático, última versión de los agoreros clásicos, predicen cosas horribles que suenan como el Apocalipsis de la Biblia. Dentro de 20 años el planeta estará cuarteado. Hará tanto calor que la gente, en lugar de morirse, se evaporará. Sólo dejará un charquito pequeño como la meada de un gato. Un día fuimos polvo, dirán los científicos señalando la ruinas de un cementerio convertido en parque arqueológico. La vida evolucionará hacia cotas imprevistas. Los parias desaparecerán tras un acceso de sudor, pero los ricos se conservarán en cubitos. Para entonces nadie pronunciara «el desarrollo sostenible», salvo que sea el título de la canción ganadora de Eurovisión. Five points.
El agua traza líneas de alfiler al otro lado de la ventana. Nunca me ha gustado la lluvia, pero aprendí a aceptarla cuando supe que vamos irremediablemente hacia la desertización. Según los libros (y no me pregunten cuáles porque no me acuerdo), en el año 1000 fue tan dura la sequía que lobos y corderos bebían juntos en los recodos del río. Estamos a cinco minutos de que se repita la escena. Esta vez no serán lobos y corderos. Serán Pepiño y Rajoy, Losantos y Del Olmo, Polanco y Rouco Varela. Yo misma compartiré botijo con Isabel Pantoja olvidando así el que ha sido uno de mis lemas preferidos durante años: al enemigo, ni agua.
Todo el mundo habla del cambio climático, pero pocos saben lo que dicen. Un ejemplo: los entendidos ni siquiera se ponen de acuerdo a la hora de cuantificar el agua que necesitamos. Este invierno pasado llovió (bastante) antes de Navidad. Lo recuerdo porque soporté las lluvias con estoicismo laico y resignación cristiana. Se alejaba al fin la amenaza de las restricciones. Sin embargo, alguien (y no precisamente Narbona) me hizo saber que la lluvia caída antes de Navidad apenas alcanzaba para las abluciones diarias de los españoles. Pasó el tiempo y llegó la primavera, nevó un poco a deshora y una mañana me desayuné con la noticia de que los pantanos se desbordaban. ¿En qué quedamos?, ¿faltaba agua o sobraba?, ¿nos deshidratamos o estamos criando moho? Mi despiste es monumental.
De una vez por todas, necesito saber: ¿puedo ya ducharme sin tener que cerrar el agua para enjabonarme?
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