PEDRO G. CUARTANGO
Confieso de entrada mi incapacidad para entender los nacionalismos. Creo que le sucede lo mismo a muchas personas de mi generación que fueron a la Universidad a comienzos de los años 70 y que crecieron en un antifranquismo casi genético.
La principal aspiración de los jóvenes de entonces era la demolición del régimen para que España pudiera ser una democracia como Francia, tierra de asilo y país de referencia de la izquierda. Los símbolos, los valores, la estética cutre del franquismo suscitaban un brutal rechazo entre nosotros, cansados de que España fuera un país «diferente», como decía la propaganda oficial. Poco podíamos suponer entonces que más de 30 años después de la muerte de Franco y de la restauración de la democracia asistiríamos a una hegemonía de un nacionalismo en Cataluña y el País Vasco que creíamos definitivamente liquidado, no ya sólo por la victoria de los golpistas en 1939 sino, sobre todo, por el paso del tiempo y el avance en la integración europea.
Lo cierto es que el nacionalismo ha vuelto al primer plano de la vida política. Y ello es así porque su génesis en España poco o nada tuvo que ver con lo sucedido en otros países donde la idea de nación fue el motor de la unificación y de la creación de un Estado moderno.
Si el Volkgeist o espíritu del pueblo tuvo un carácer universal y cohesionador en Alemania, el nacionalismo en España siempre ha sido lo contrario: esencialmente localista. Recuérdese que en 1808 fueron los pueblos y las ciudades los que se levantaron contra la ocupación francesa. Aunque parezca increíble, no hubo un pronunciamiento nacional contra el invasor. En las dos guerras carlistas sucedió lo mismo. El carlismo, origen del nacionalismo vasco, se sustentó en núcleos rurales y fue rechazado en ciudades como Vitoria, San Sebastián, Bilbao y Pamplona. Algo parecido ocurrió en Cataluña.
Hoy como entonces el nacionalismo sigue teniendo un carácter antiestatalista, disgregador, retrógrado y étnicamente excluyente. Partidos como el PNV y ERC -con fuerte implantación electoral durante la II República- siguen considerando que las señas de identidad tribales resultan mucho más importantes que los valores universales que unen a los individuos.
Este localismo ha tenido consecuencias dramáticas en el País Vasco, donde ETA se ha arrogado la defensa por la fuerza de la cultura de la boina frente a los valores de la Ilustración que sustentan los Estados modernos. El nacionalismo -sea el vasco o el español- es una regresión para quienes creemos que todos los individuos son iguales y que las señas de identidad pseudoétnicas y culturales no bastan para legitimar una causa política. El poder debe garantizar la libertad de los ciudadanos, pero no tiene por qué encarnar valores raciales y folklóricos como quieren los nacionalistas. Franco intentó imponer unos símbolos nacionales que jamás tuvieron la aceptación de los derrotados. Los nacionalistas intentan ahora hacer lo mismo con un discurso de campanario, que intenta convencer a la gente de que la plaza de su pueblo es el centro del Universo.
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