Todos sabemos que el trabajo de un actor consiste en interpretar una historia con la eficacia suficiente para que al espectador olvide que dicha historia es ficticia, haciéndola parecer del todo verdadera y convincente. Este mágico convencionalismo que se establece entre público y actores parte de la base de que el público desea ser engañado y bien engañado.
El espectador dice al actor y al director: «Engañadme con una historia interesante y una buena interpretación que yo os aplaudiré». Este es el protocolo sobre el que se basa la profesión de actuar, una regla que le da a este oficio un fascinante atractivo que no tienen muchos otros. Y esto es posible gracias a la necesidad que tenemos las personas de que nos cuenten cuentos, historias que podrían ser pero no son. Indistintamente de si son tristes o divertidas, es suficiente con que nos atrapen y podamos vivirlas como si de la realidad se tratara.
Me decía una amiga aficionada a uno de esos culebrones en el que cada minuto sucede una desgracia: «Lloro como una tonta, aun sabiendo que nada es cierto y en parte me consuelo por eso, porque sé que ninguno de los padecimientos que me cuentan son verdad».
Este maravilloso pacto entre espectadores y actores ha hecho posible que el mundo del teatro, del cine y de la televisión esté lleno de preciosas historias, de obras maestras que han hecho meditar, reír o llorar a millones de espectadores.
Alguien me preguntó en cierta ocasión si no sería mejor que el público a penas conociera la vida de los actores, ya que cuanto más se sepa de ellos fuera de su profesión, menos creíbles resultan sus personajes y las historias que interpretan en sus trabajos Aunque me pereció una reflexión interesante, poco pude decirle al respecto.
Podríamos preguntarnos si tiene credibilidad interpretativa un actor del cual la gente conoce de él detalles que forman parte de su vida privada y no de la profesional. Sin ir más lejos, acabo de ver en televisión tres anuncios seguidos interpretados por actrices de nuestro cine. Una vende leche, la otra maquillaje y otra creo que caldo de pollo. ¿Somos capaces de poder creer a la actriz que nos vende un maquillaje en televisión y verla horas después, en el cine, interpretando a una "maruja" de pueblo?
Yo me inclino a pensar que sí: la gente es capaz de cambiar el chip, si los actores son capaces de hacerles olvidar todo lo que de ellos se sabe y que no forma parte de su profesión.
Pero soy de los que prefieren no exponer demasiado ese convencionalismo entre público y profesión, ya que gracias a él los actores podemos seguir siéndolo y desempeñar este oficio tan fantasioso y además apasionante.
Lo que hacemos los comediantes es, como dicen los franceses, jouer, es decir, jugar a inventar sobre una historia casi siempre falsa, como suelen hacer los niños para que los mayores, que son el público, los miren y aplaudan porque les gusta ver cómo lo hacen.
¡Qué prodigio tan extraño y a la vez tan bello! ¿No les parece?