JAVIER ESPINOSA. Corresponsal en Oriente Próximo
«Los residuos del terrorismo no tienen futuro», aseguraba el entonces primer ministro Ahmed Uyahia. «El fin de la tormenta está próximo», le secundaba el ministro de Defensa, general Jaled Nezar, figura clave del régimen militar.
Era la terminología usada en 1996 por el Gobierno de Argel. Terrorismo residual, se repetía una y otra vez. Incluso cuando un año más tarde el país se veía sacudido por matanzas tan estremecedoras como la de Rais o Bentalha. Pero Argel se mantuvo aferrado a su retórica. El presidente Abdelaziz Buteflika decretó el final de la guerra con la amnistía de 1999, que después repitió en 2005.
Curiosamente, EEUU recurrió a la misma dialéctica en Irak. De hecho, los paralelismos entre ambos conflictos son asombrosos.
La guerra civil argelina comenzó en 1992, cuando una camarilla de generales anuló la victoria en los comicios legislativos del Frente Islámico de Salvación (FIS). Durante los años siguientes y hasta 1998, la contienda alcanzó un grado de virulencia que recuerda a Irak. El conflicto se caracterizó por los coches bomba, decapitaciones, violaciones y las masacres de cientos de personas. El terror se apoderó de la capital en 1995, cuando vehículos cargados de explosivos estallaban en avenidas tan céntricas como Coronel Amirouche.
Argel maquillaba las cifras de víctimas. Cuando el Gobierno reconocía 26.536 muertos en 1998, el Departamento de Estado de EEUU indicaba que eran 70.000. Un lustro después rondarían los 200.000.
Además, el origen de la violencia nunca se esclareció. En 1998, surgieron testimonios de ex militares que decían haber presenciado masacres en las que sus compañeros, ataviados con barbas falsas y pantalones al estilo afgano, asesinaban a decenas de personas en enclaves como el capitalino barrio de Larbaa en 1995. «Rodeamos las casas, pero nos dijeron que esperáramos a los ninjas, que eran como nosotros, pero vestidos de islamistas. Cuando entramos en el barrio, las mujeres y los niños habían sido asesinados. Vi gargantas abiertas, cabezas separadas del tronco. No me cabe duda de que los autores fueron las fuerzas de seguridad», relató uno de ellos a The Observer.
La escabrosa estrategia mezclada con los desmanes de los extremistas funcionó y logró que el pueblo se desvinculara de la lucha armada. El Ejército Islámico de Salvación, brazo armado del FIS, se disolvió en 1999. De los 28.000 insurgentes que había a principios de los 90, se pasó a un millar agrupado en el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate. Pero el Gobierno se obcecó en marginar al FIS y cientos de arrepentidos regresaron al maquis. «Con desempleo y pobreza, el terreno volverá a ser fértil para el extremismo», advertía en 2005 la Fundación Jamestown, experta en islam político.
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