Escenario: L'Auditori.
Fecha: 11 de abril.
Calificación: ***
BARCELONA.- Cuando Dead Can Dance tocaron por última vez en el escenario de L'Auditori -tras casi una década sin pisar unas tablas en Barcelona-, reventaron la taquilla: ahí no cabía nadie más, y fue la constatación de que el dúo australiano, perro verde e histórico de la escena del rock siniestro con escapadas a la world music y las armonías medievales, no había perdido su condición de grupo de culto. Dead Can Dance levantaban pasiones en sus mejores años y lo siguen haciendo ahora: aquel llenazo no dejaba lugar a dudas.
Pero las decisiones de los fans son muchas veces inescrutables, y en el mismo recinto la cantante de Dead Can Dance, Lisa Gerrard, el pasado miércoles apenas reunió a un puñado de fieles. En apariencia, su música en solitario lo tiene todo en común con la que hacía en colaboración con Brendan Perry, pero el público no lo percibe así. El primer concierto de Gerrard en solitario en la ciudad sufrió de una inesperada discriminación en negativo.
¿Las razones del pinchazo? Primero, que Gerrard a solas sostiene su repertorio sobre su imponente voz, pero carece del ritmo ajardinado y rico de Dead Can Dance, esa exhuberancia instrumental capaz de conectar el cielo con el infierno. Y la voz juega un papel fundamental, pero no lo es todo. Lo mismo le ocurrió a otra maravillosa cantante de su generación, Elizabeth Frazier: nunca llegó a ser tan magnética a solas como lo fue en compañía del resto de componentes de Cocteau Twins.
Así, Gerrard expuso su material en solitario -incluido el que grabó para la banda sonora de la película Gladiator del cineasta Ridley Scott-, y sustentó el concierto sobre los endebles pilares de su revisión de la canción religiosa de la baja edad media -como una Hildergard Von Bingen del siglo XX-, la tradición céltica y escandinava y las montañas rusas de graves y agudos propias del substrato gótico de Dead Can Dance.
Fue un concierto elegante, de eso no cabe duda: el decorado de gasas y velos que se extendía del techo hasta la primera fila de platea, la instrumentación escueta de piano, electrónica y un solitario gong al fondo, y en el centro una Gerrard hierática y solemne, como dirigiendo un oficio pagano en el que se invocaban por igual a las musas y a los diablos.
Conserva una garganta magnética que no es de este mundo, pero en los recorridos largos eso se convierte en una virtud insuficiente.Con todas las piezas cortadas por el mismo patrón, sin apenas rupturas de ritmo, con Lisa Gerrard se puede entrar en trance o acabar echando una cabezada. Fue trance al principio y algo de tedio al final.
Su voz es gigantesca, pero no, no lo es todo.