Viernes, 13 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6326.
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La violencia hacia un ser humano debe ser tan aborrecible como comer la carne de otro (Martin Luther King)
 CATALUNYA
Poder de cine
La fuerza del odio
Montserrat Nebrera

La historia narrada en Ben-Hur, la macropelícula que William Wyler realizó en 1959 sobre la novela de Lew Wallace, podría ser digno guión de una fotonovela de éxito. El modo en que se suceden en ella las pasiones humanas y su disolución en otras superiores ocupa más metraje que el, sin embargo, nítido mensaje sobre el poder que el odio tiene a veces para la supervivencia. Pero así es, esta película, en la que incluso la escasa altura interpretativa de Charlton Heston fue galardonada con un Oscar, no es un peplum más, ni siquiera uno de los más valorados de la historia. Es sobre todo la historia de la fuerza que el resentimiento profundo tiene para garantizar la vida, la acción y, por tanto, el tiempo que requiere el reconocimiento del propio error.

Odiar y amar vienen a ser las dos caras de una misma cosa. Esa obviedad se hace patente en la película sobre la entrañable relación inicial de los dos protagonistas, Judah Ben-Hur y Messala. Nada es comprensible en la virulencia del castigo que éste quiere infligir injustamente a aquél, ni en la persistencia por sobrevivir de aquél bajo las circunstancias más adversas de la pena, si no es en la amistad fuera de toda duda con la que se les describe unidos al principio del filme. El enrarecimiento se produce además por una causa doble y contradictoria hasta el fondo: el romano, que vive una cultura dominante, quiere disfrutar la expansión del Imperio con su amigo; pero éste, perteneciente a la cultura de la minoría, se siente de pronto llamado a lo que considera patriotismo y se enfrenta al amigo por su pueblo. Sin duda hay algo de viciado en esa decisión, pero la película intenta simplificar el mensaje con la traición que Messala exige a su amigo, de los rebeldes judíos que se enfrentan al dominador.

Es históricamente dudosa la posición que según el discurso del filme y la novela adoptó Roma en la anexión constante de nuevos territorios, pues hubo más de contemplación eficiente de la cultura autóctona que de voluntad asimilacionista e igualadora. Pero desde el punto de vista de la reflexión sobre el poder, el trazado argumentativo es incontestable: la descripción de las emociones que se mal gestionan en el fuero interno de cada uno de los dos protagonistas les da la fuerza, pero también los destruye: a Messala, porque el odio le aparta de su amigo; a Ben-Hur, porque sobreviviendo a través del odio que genera el maltrato de Messala, se ve abocado a consumar esa pasión malsana en la carrera final que los enfrenta y en la que aquél reduce a éste a la postración física hasta el final de sus días.

Odiar y amar, una misma cosa, pero no lo mismo. El odio se alimenta siempre del objeto odiado. El amor puede ser incondicional, unidireccional, independiente de cualquier retorno. Y genera tal impacto en su entorno, que incluso al más odioso dignifica: un soldado quiere apartar a Jesús de Ben-Hur cuando le está ofreciéndole agua en su paso por Nazaret hacia el cumplimiento de su condena en galeras; se alza el agachado en el suelo junto al sediento, y se redime la mirada del envilecido todo lo que da de sí la capacidad interpretativa de un secundario en Hollywood. Y ese instante, engarzado con aquel en que Hur aplaca la sed del que sube tropezando al Gólgota, cierra un axioma solo perceptible en la emoción: la fuerza del amor supera siempre a la del odio.

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