LAZARO COVADLO
Así sepulta la prisa a la belleza hoy, así titula este diario la noticia de que el eximio y famoso violinista Joshua Bell ejecutó piezas de Bach y Schubert en el metro de Washington y nadie le hizo puto caso. ¿La leyeron? (martes 9 de abril). Voy a resumirla para los que pasaron de largo (o pasaron página), aunque es probable que una multitud de apresurados lectores pase también de este artículo, o de esta página, y continúe sin enterarse, al igual que tantos y tantos pasajeros del metro pasaron junto al genio de la música sin saber quién era y sólo unos pocos tiraron unas míseras monedas en el estuche del stradivarius que yacía en el suelo. Porque de eso iba la noticia, de un genio cuyos conciertos se cotizan a 200 euros la entrada, que tocaba con un violín de casi 3 millones, y se encontró con que el gentío pasaba de él.Y es que la gente pasa, pasa y pasa, sobre todo los pasajeros, y como rezan los versos de Machado todo pasa y todo queda: lo primero es seguro; lo segundo dudoso.
Sospecho que la noticia sobre la provocación de Joshua Bell intenta suscitar la moraleja de que el ser humano moderno, el de la sociedad postindustrial, está ya tan enajenado que no reconoce las formas de la belleza y el espíritu del arte. ¡Ay!, pobrecitos de nosotros.Así, siendo yo un degustador de esta sociedad decadente y enajenada, consumista y pasatista a tope (provocador yo también), defenderé la idea contraria.
Primero: los currantes que se dirigen presurosos al tajo, a las ocho menos cuarto de la mañana (hora en que dio comienzo el happening de referencia), batallan cada día por el sustento, o por escalar posiciones en el palo enjabonado de los diversos escalafones empresariales, y no están a esas horas para detenerse en chorradas musicales.
Segundo: no basta con la excelencia artística en el mundo de la publicidad rompedora; Si Bell hubiese tocado desnudo otro gallo cantaría.
Tercero: Los que armaron el show del metro hubieran tenido que poner los números, al igual que fueron consignados en la noticia periodística. En la sociedad consumista las cantidades cantan: 300 dólares la entrada en el Kennedy Center; 3,5 millones de dólares el valor aproximado del stradivarius. Las cifras con toda seguridad habrían atraído la atención de los desaprensivos pasajeros. Las mercancías deben tener precio si se quiere que sean valoradas.
Y es que, desengañémonos: la gente no repara tanto en el producto como en el envase. A ningún joyero se le ocurriría envolver su género en bolsas destinadas a la verdura; ningún fabricante de armas envasaría granadas de mano en papel celofán atado con cinta rosa, así que no es lo mismo tocar en el metro que en el Kennedy Center o en el Symphony Hall de Boston. Vivimos en la era de la virtualidad, vivimos fascinados por las apariencias hasta el punto que éstas adquieren más importancia que las propias esencias. No se envuelven diamantes en papel de diario, ni siquiera de este diario en el que sale mi artículo.
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