ANNA TORTAJADA
El presidente del Gobierno anuncia su propósito de declarar la guerra sólo al cambio climático y a la pobreza. Una buena declaración de principios en una época marcada por un panorama tan negro, en lo que respecta a la convivencia, tanto si hablamos de personas individuales como de partidos políticos, de civilizaciones o de cualquier cosa en la que intervenga el ser humano. Parece que desde la paranoia desatada en este siglo por la «seguridad», tapadera de múltiples represiones, vamos a ser capaces de tomarnos en serio lo que la especie humana -unos más que otros- estamos haciendo al mundo.
Después de creernos eternos, ensoberbecidos desde que sometimos y domesticamos los campos y las especies, incluida la nuestra, empezamos a comprender que, por listos que nos creamos y satisfechos que nos mostremos de algunos avances de la Humanidad, el mundo se nos escapa de las manos.
Nuestra forma de vida, impuesta al resto del planeta desde las altas esferas de la dominación, se resquebraja y nos amenaza.No se trata de un discurso apocalíptico, sino de conclusiones lógicas tras la observación desapasionada de los hechos. La evolución de nuestra subespecie primer mundista puede que nos lleve a todos a la extinción. O quizás sólo a nosotros, los acaparadores que hemos consentido la escalada del mangoneo a lo largo de siglos.
Hemos vivido convencidos de que el mundo nos pertenecía porque los humanos -también algunos más que otros- somos la especie elegida, como reza el título del reciente libro de los grandes de Atapuerca, Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez. La sociedad que hemos construido, negando o pervirtiendo los vínculos que nos unen a lo que llamamos «la naturaleza», está abocada al fracaso, al desastre. Empleamos esfuerzos titánicos en olvidar que también pertenecemos a este mundo en el que estamos haciendo inviable nuestra propia existencia. El suicidio de una especie.
En nombre del progreso hemos sembrado la destrucción vulnerando las leyes no escritas que permiten el equilibrio y el planeta ha empezado a decir basta. El cambio climático galopante que sí nos afecta -o nos afectará pronto- quizás nos movilice, ya que la muerte de los más pobres nos ha dejado siempre fríos.En el contexto de un orquestado boom mediático, ocuparse de este tema que durante tanto tiempo ha sido la crónica de una muerte anunciada, por fin se considera un objetivo en nuestro país.Veremos si es cierto o es un modo más de aturdir electorados.
El presidente Zapatero parece un hombre coherente y honesto.Pero más allá de las palabras, «obras son amores y no buenas razones». Algunas obras ahí están y le otorgan cierta credibilidad.Pero hasta que en este país no se tolere ninguna actividad, por rentable que sea económicamente, que perjudique nuestro hábitat; mientras no se haga un vacío real a las potencias menos respetuosas con el entorno y con los derechos del resto de la humanidad; mientras el gobierno central no deje de pactar con dictaduras como la de Marruecos y se lave las manos de la ocupación y violación de los derechos humanos en el Sáhara Occidental, sus atractivos discursos entrecomillan la esperanza. Una esperanza cada vez más difícil de generar, a pesar de que podría llevarnos de regreso al sentido común y a la supervivencia.
El pensamiento postmoderno en el que vivimos sumergidos ya no nos empuja a pensar en el futuro, sino todo lo contrario. Volvemos al carpe diem de vivir el presente al máximo y no en el sentido original de disfrutar de la vida como personas, sino como depredadores desesperados, arrasando por allí por donde pasamos.
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