CARLOS BOYERO
La 2 se empeñó en la noche del martes en ahuyentar al escapismo, en la notaría del horror, en que apareciera el desasosiego en los sueños de los hipnotizados espectadores después de que constatáramos a través de los terrorificos documentales El alma de los verdugos y Cadáveres excelentes algo tan históricamente incontestable como que los malos casi siempre han ganado, que sólo es creible en las ficciones la seguridad de que los crímenes de los villanos poderosos serán castigados.
Reprochan entre otros muchos pecados a ese individuo inquietante llamado Baltasar Garzón su enfermizo amor al estrellato, el desmedido exhibicionismo, la capacidad para montar todo tipo de broncas con tal mantener su progresista imagen en permanente primer plano. No me importan sus ganas de emular en popularidad a Tom Cruise o a Madonna si a cambio de su adicción al protagonismo sigue poniendo nerviosos a los viejos e impunes genocidas, si abre procesos sobre masacres intolerablemente amnistiadas. En El alma de los verdugos (la tienen, pero nadie se pone de acuerdo en que consiste eso tan enigmático y etéreo del alma, para qué sirve, cuánto pesa, de qué color es) Baltasar Garzón y el contundente periodista Vicente Romero, alguien que demuestra que la mejor profesionalidad no está reñida con el compromiso personal, con eso tan arriesgado de mojarse, buscan a torturados, secuestrados, víctimas que lograron sobrevivivir al infierno, para que su lacerante memoria reviva la ignominia que practicaron con ellos los verdugos de la Junta Militar. Y lo que cuentan sobre el mal es muy fuerte. Alucinas, te acojona.
También rastrean el testimonio de las civilizadas y cristianas bestias, de los que dispusieron de vía libre a su sadismo con el asqueroso y eterno pretexto de la salvación de la patria, pero la inmensa mayoría no saben, no están, no contestan. Los únicos que se prestan a exorcizar sus demonios es un militar argentino que necesitaba empaparse de alcohol después de lanzar desde un avión al mar a los drogados «desaparecidos», y que en su permanente resaca tampoco conseguía que esos muertos dejaran de darle la tabarra a su espíritu, y un mecánico de vuelo chileno que sintió la mostruosidad de su trabajo. Cuenta que su hijo de dos años se ahogó. Sintió que era el castigo divino. Alguien le metió un papel en la chaqueta. Decía esto: «Para que sepas lo que duele cuando se ahoga un hijo». El abogado de los milicos asegura que tampoco es para tanto lo de los «desaparecidos», que la palma más gente anualmente en accidentes de tráfico.
Cierro la noche oyendo a Falcone y a Borsellino, dos héroes que asumen que la mafia les matará. Lo hicieron. Y los hombres de honor te dan miedo. Pero mucho más observar en los funerales de esos jueces que sabían que la batalla estaba perdida los caretos de Andreotti y de Craxi, de esos políticos que no necesitan ensuciar con sangre sus manos.
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