La oposición está, en una democracia, para encararse al Gobierno y, si llega el caso, sacarle los colores. En un sistema despótico, la oposición está para sufrir los embates del poder. Lo que no tiene sentido es que en una democracia, la oposición sea combatida y se persiga su docilidad. Este objetivo -someter a la oposición- es lo que busca la mayoría dominante en España, compuesta por un partido de amplia base social, varias formaciones pequeñas o minúsculas que se arriman a su calor y grupos de ciudadanos más o menos relacionados con eso que se llama la intelectualidad y que le sirven de claque.
El leit motiv del intento de acallar a la oposición se resume hoy en la palabra crispación. La oposición crispa, dicen el PSOE y sus alabarderos y, por lo tanto, hay que conseguir su silencio. Han erigido la crispación en la gran infamia y, sin poner a debate su existencia ni sus efectos, se ha condenado sin paliativos a sus presuntos promotores.
Habría mucho que hablar de esa llamada crispación, que causan otros muchos actores desde el Gobierno y sus aledaños, y de su irremisible condena, que tiene tanto de persecución grosera del discrepante. Pero hay que hablar, sobre todo, del indeseable acoso a la oposición, que tiene mucho de deslealtad a la democracia.
La oposición política es una institución del sistema tan útil y necesaria como el propio Gobierno. En la práctica, es un Ejecutivo en la sombra que se prepara para tomar el relevo, en la seguridad de que el turno en el poder es uno de los grandes aciertos de la gobernación libre de los hombres. Para que la oposición sea útil ha de disponer de un ámbito de actuación protegido, ha de poder denunciar, ha de poder discrepar, ha de poder protestar y, mediante ello, realizar una fecunda labor de control del Gobierno.
El respeto que en la democracia se exige a la acción de las minorías no es otro que el respeto que se exige, por el Ejecutivo en primer lugar, a la acción de la oposición.
Todos los teóricos de la democracia han insistido en ese respeto a la oposición, que es inseparable del respeto a la libertad de expresión del ciudadano. John Stuart Mill era especialmente severo con quienes querían imponer el silencio, lo que consideraba equivalente a «un robo a la especie humana», y entendía que «no dejar oír una opinión, porque se está seguro de su falsedad, es como afirmar que la propia certeza es la certeza absoluta». ¿Cuántas certezas absolutas escuchamos hoy en quienes quieren que los demás, los discrepantes, se callen?
«Si se acosa, se impide o se aplasta a la oposición, podemos hablar de 'tiranía de la mayoría' en el sentido constitucional de lo que Madison y Jefferson denominaron 'despotismo electivo'. Temían el despotismo de un Gobierno de asamblea sin restricciones impuestas por la división del poder, un cuerpo electivo que concentraría en sus manos un poder ilimitado y, por la propia razón, tiránico».
Estas glosas a los fundadores de la democracia americana proceden de Giovanni Sartori, preocupado por la libertad de las minorías y no de las mayorías, y cuya Teoría de la democracia deberían leer atentamente los aventurados reformadores del sistema por el expediente del menosprecio a la oposición.
La labor crítica ha de vigilar la actuación del Gobierno, más la actividad crítica de los intelectuales, que tienen mayor capacidad para actuar como conciencia crítica de la sociedad, como también la función informativa y de opinión de los medios de comunicación. En este contexto, no puede dejar de asombrar el manifiesto firmado, dicen que por 3.000 intelectuales, dedicado a denostar a la oposición y a proteger al poder, en una clara desviación de la función crítica que cabía esperar de ellos.
Porque, en efecto, el problema para la democracia no es la acción de la oposición, por muy inquietante que resulte para el Gobierno y su séquito, pues el Ejecutivo ha de actuar bajo límite y control; el problema es el abuso de la mayoría que, cuando anula a la oposición, se erige en un gran riesgo.