Un suicida hizo detonar ayer su carga explosiva en el edificio del Parlamento de Irak en Bagdad, asesinando a tres diputados y cinco trabajadores del recinto, en un claro y directo ataque al corazón de la incipiente democracia iraquí.
El atentado, que hirió a dos docenas de personas, se produjo horas después de que un camión bomba destrozara y partiera en dos el puente de Sarafiya, cercano al centro de la capital iraquí, cayendo varios vehículos al río Tigris y provocando una enorme nube de humo sobre la ciudad, por no hablar de las consecuentes víctimas: al menos otros ocho muertos.
Estas espectaculares y sangrientas acciones parecen estar dirigidas a demostrar a Estados Unidos, y al Gobierno iraquí, que su especial operación de seguridad no es tan eficaz como creen. Y es que, en el caso del atentado suicida en el Parlamento, éste se produjo dentro de la denominada zona verde, el área más protegida y vigilada de la capital.
De hecho, se desconoce cómo el autor de la masacre del Parlamento pudo burlar los férreos controles del edificio, por cuyos pasillos se pasean policías con perros rastreadores y hay que sortear varios puestos de control y cacheos de agentes del orden.
Además, el suicida supo dónde acudir y a qué hora en concreto: la cafetería del Parlamento, cuando diputados y trabajadores se disponían a almorzar, 10 minutos después de comenzar su receso.
«Yo vi dos piernas en medio de la cafetería y ninguno de los asesinados o heridos perdió sus extremidades inferiores, por lo que éstas tenían que ser del suicida», contaba Mohamed Abú Bakr, un portavoz parlamentario.
De los tres diputados fallecidos, dos de ellos eran suníes (Mohamed Awad y Taha Liheibi) y uno chií.
«Pude ver a un montón de diputados heridos, sangrando», relataba estremecido Fuad Masum, parlamentario kurdo.
La zona verde se encuentra en el centro de Bagdad y dentro de sus límites se ubican el Parlamento iraquí y la embajada de Estados Unidos.
La entrada a la zona verde más cercana al Parlamento tiene siete checkpoints. Los dos primeros están vigilados por soldados georgianos; los tres siguientes, por peruanos; y los dos últimos, por policías iraquíes. Ninguno de estos grupos habla el idioma de los otros.
La fortaleza, en la que viven unos 15.000 civiles iraquíes, está lejos de ser impenetrable. Hace dos semanas, tropas estadounidenses encontraron dos cinturones de explosivos abandonados cerca de un control. Además, dos suicidas mataron a seis personas en octubre de 2004. Y el pasado 22 de marzo, el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, se llevó un gran susto cuando, en plena rueda de prensa con el primer ministro iraquí, Nuri Maliki, impactó un mortero a apenas 100 metros de donde se hallaban y toda la sala retumbó.
El primer ministro Maliki calificó ayer el atentado contra el Parlamento como «un acto criminal de cobardes» y dijo que la violencia no debilitaría la resolución de los parlamentarios.
El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, mostró todo su apoyo al Gobierno iraquí, y sentenció: «Condeno la acción con firmeza. Pero ello nos recuerda que existe un enemigo con férrea voluntad de asesinar a gente inocente y acabar con todos los símbolos de la democracia».
La secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice, señaló que el atentado suicida dentro de la zona verde no significa que las especiales medidas de seguridad, iniciadas hace escasos meses, fallen. Ahora bien, la jefa de la diplomacia estadounidense avisó: «Está en nuestras manos que cada día la población se sienta más segura».
Pero la reacción más rotunda vino de Irán, donde se calificó el ataque de «inhumano y satánico».
Mientras se hacían públicas estas declaraciones, se tenía conocimiento de nuevos atentados en Kirkuk, a 250 kilómetros al norte de Bagdad. Una bomba, destinada a una patrulla policial, acabó con la vida de seis civiles, mientras que varios hombres armados tirotearon a otro e hirieron a una pareja.
La violencia en Irak no cesa.