ALI LMRABET. Enviado especial
CASABLANCA.-
Casablanca ruge de rumores. No pasa una sola hora sin que no haya una alerta sobre un kamikaze perdido por algún barrio periférico y dispuesto a accionar su detonador. «He visto a un chico que llevaba un extraño chaleco de donde sobresalían unos hilos», asegura el taxista camino del suburbio de El Fida-Derb Sultan, donde saltaron por los aires los tres terroristas suicidas del pasado martes.
Nuestro hombre, un parlanchín simpático, explica cómo supuestamente previno la policía desde su teléfono móvil. La aserción no es al 100% segura, pero permite al taxista desahogarse ante un peligro inminente. La noticia de que la policía seguía buscando a una decena de jóvenes envueltos en cinturones de muerte ha disparado los temores de los casablanqueses. Todas las discusiones, tanto en los cafés como en las populares lecherías-pastelerías, giran alrededor de la misma pregunta: ¿cuándo explotará otro hombre-bomba? Hasta el importante proyecto de autonomía para el Sáhara Occidental que Marruecos ha presentado aparatosamente ante Naciones Unidas el martes pasado para resolver de una vez un conflicto viejo de 30 años ha pasado a un segundo plano.
El Fida-Derb Sultán es un humilde barrio. No es el sórdido y mísero Duar Skuila de donde provenían Abdelfetah Raydi, el suicida del 11 de Marzo, y su hermano Ayub, el otro kamikaze del pasado martes, pero tampoco es lo que se podría considerar como un barrio normal. Si el nivel de vida de sus habitantes -que provienen de muchas provincias del reino- es ligeramente más elevado que el de Duar Skuila, la vida tampoco es fácil allí. En Hay Farah, donde estaban escondidos los suicidas, la multitud que ha salido a la calle al comienzo de las explosiones sigue allí, día y noche, escrutando los coches de policía, las cámaras de las cadenas de televisión y los periodistas que van cada uno con su análisis y explicación del nuevo fenómeno del hombre-bomba. Es como si esperaran algún acontecimiento que rompa su monotonía. Es como si estuvieran esperando una fiesta, pero una fiesta de sangre.
Mohamed, un fontanero que dice haber sido joyero hasta que su empresa quebró a causa de la competencia, quiere hablar con el reportero de EL MUNDO, pero a condición de que le acompañe a su casa. Desde su azotea -de donde se puede ver el imponente despliegue policial-, Mohamed cuenta que su hijo vive en la comunidad valenciana y le presiona para que se reúna con él.
«Si mi hijo se hubiera quedado aquí, es probable que se habría convertido en uno de ellos». «Ellos» son los suicidas que han hecho temblar el barrio, pero sorprendentemente la ira de Mohamed no está dirigida contra los terroristas. Una cierta e inquietante comprensión hacia ellos reviste sus palabras. «Son pobres chicos que han sido engañados», explica el ex joyero, que culpa a los estadounidenses -por querer instalar una base en Marruecos-, a los israelíes y hasta a «los nuestros», dice, sin especificar cuáles. Su vecino, que ha saltado un descuidado muro para acercarse a la improvisada charla, aprueba sacudiendo la cabeza. El nuevo tertuliano cree que los «pobres no están concernidos por los acontecimientos que se aproximan». Es decir, aunque no lo afirma claramente, una guerra abierta entre los más radicales de los islamistas y el Estado.
Antes de dar por terminada la charla «para ir a ver las noticias de Al Yazira», el fontanero Mohamed pregunta si hay posibilidades para que pueda emigrar a España. «Aquí ya no es posible quedarse», recalca antes de precipitarse hacia las escaleras que dan a su casa.
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