DAVID TORRES
Los dos últimos bombazos de Al Qaeda en Argel y Casablanca han sido algo así como las aproximaciones del Gordo. Nosotros compramos papeletas para ese sorteo extraordinario no en Las Azores, hace cuatro días, como creen aún muchos ingenuos, sino en los tiempos de la Reconquista, según el testamento de Jomeini y las declaraciones de Bin Laden. Siempre preocupa que corten las barbas del vecino, pero cuando las cortan a la altura del gaznate, la cosa se complica. Un Magreb putrefacto, en medio de monarquías corruptas y gobiernos de chiste, resulta el criadero perfecto para que Al Qaeda reclute a sus kamikazes. Donde no hay nada que llevarse a la boca ni más futuro que la tumba, la mejor salida es el cielo, aunque tengan que llevarte a trozos, como si cada mártir fuese un tele-pizza. Porque el choque de civilizaciones no es una nueva edición de las Cruzadas, como tantas veces han querido vendernos, sino una reedición del viejo conflicto entre civilización y barbarie, es decir, entre las democracias islámicas y todas esas repugnantes teocracias medievales donde la vida humana no es más que un billete al paraíso.
Un kamikaze puede ser una opción extrema de lucha, pero hay algo fundamentalmente odioso, nauseabundo y maligno en una gentuza capaz de coger a su hijo, cargarle una mochila de explosivos y lanzarlo alegremente contra un control fronterizo. Al lado de ese espanto (excusado por algunos intelectuales como el estadio último de la desesperación) la prostitución infantil o la pederastia parecen actos de caridad. En ningún renglón del Corán puede justificarse el más mínimo punto de apoyo a una atrocidad semejante. ¿A qué grado de aberración puede haber llegado un movimiento político y religioso que bendice la conversión de críos en torpedos humanos?
En Provocación, un libro cuyo título es una declaración de principios, Stanislaw Lem profetizaba que el terrorista suicida era el paso definitivo en esa lógica criminal que, a lo largo del siglo XX, ha elevado el asesinato masivo a la categoría de jurisprudencia. El terrorista no sólo mata: juzga de antemano y con una sola detonación se erige en fiscal, juez y verdugo. Ha decidido que nuestra forma de vida no sirve. El terrorista suicida da un paso más: ninguna vida vale una mierda, ni siquiera la suya, y por eso él también va incluido en el lote.
En las cabezas enlatadas al vacío de esta gente, la religión y la política forman un potaje inmundo. Meterse en la mente de uno de estos kamikazes con chilaba es como intentar abrir una lata de fabada podrida: lo más probable es que estalle. Dentro no encontrarán nada: ni Alá, ni Dios, ni fe verdadera, sólo un odio impersonal y anónimo. Quién muera da igual: el hombre sólo es una errata en la escritura divina. Por eso llevan la cara tapada incluso en esos videos post mortem que dejan a la familia antes de hacer la comunión con dinamita.
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