Sábado, 14 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6327.
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...«Una parte no desdeñable de la ciudadanía está confusa y es obligación de los gobiernos poner remedio al desconcierto».

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-Manifiesto por la convivencia, frente a la crispación (10/4/2007).

El pasado martes se presentó un Manifiesto por la convivencia, frente a la crispación al que algunos de inmediato aplicaron el sobrenombre de «manifiesto de los intelectuales». No era ninguna de las tres cosas.

No es un manifiesto por la convivencia aquél que transmite que casi la mitad de la población de un país está equivocada o, como se dice eufemísticamente en el texto, «confusa». Ésa es la única explicación que los firmantes encuentran para que varios millones puedan apoyar a ese partido al que ellos no quieren ni nombrar pero al que sí atribuyen sin empacho todos los males de la vida política española. Precisamente, convivir tiene una de las etimologías más simples que puedan hallarse: es vivir con, se supone que con aquél o aquéllos que son distintos a uno, y vivir en armonía. Si fuera por la convivencia, los firmantes del manifiesto apelarían a todos los partidos sin distinción para que se esforzaran por rebajar el nivel de enfrentamiento. Sin embargo, sólo hay uno en su opinión que miente, crispa y manipula.

Precisamente por eso, tampoco parece correcto decir que el manifiesto se hace frente a la crispación cuando a lo único que se enfrenta es al partido de la oposición, a quien responsabiliza incluso de «no ofrecer alternativas» para los pocos problemas que le quedan por resolver al Ejecutivo.

La única posibilidad de definir un texto así como un «manifiesto de intelectuales» sería aceptar que el intelectual lo es en función de su cargo o profesión, y basta con que te publiquen un libro, te pongan al frente de una biblioteca o te den una cátedra para ingresar en tan excelso grupo y poder iluminar al vulgo.

Si, por el contrario, uno cree, con Savater, que el intelectual es «aquél que trata a los demás como si fueran intelectuales, es decir, el que se dirige a la parte intelectual de ellos, sin tratar de hipnotizarlos, seducirlos o intimidarlos», es evidente que el manifiesto en cuestión no encaja en el género.

Sus promotores no aspiran a hacer pensar a los demás, sino a inculcarles su propio pensamiento: o se está con ellos, o se está «desconcertado». Apelan al «buen sentido de las personas para no dejarse arrastrar», mientras tiran de ellas con denuedo. No creo, como se ha dicho, que el intelectual tenga que estar por definición en contra del Gobierno, pero de ahí a que atribuyan a éste la función de «poner remedio a la confusión de la ciudadanía» va un trecho que raya en lo orwelliano.

Y es que lo más sorprendente del manifiesto del martes no es comprobar que el Gobierno sí tiene quien le escriba, sino que quien lo hace pide al Gran Hermano que dé más caña, echándole en cara que si queda algún insatisfecho será por su escasa «capacidad de comunicación». Para que aprenda, ellos ofrecen voluntariamente varios ejemplos de la técnica del doblepensar: la que permite que las manifestaciones propias sean un ejemplo de civismo y, las de otros, intentos de «torcer la voluntad ciudadana»; o la que lleva a reclamar un «debate político argumentado» a quien asegura que fusilaría cada mañana a unos cuantos discrepantes. Decía Orwell en su novela que «sólo mediante la reconciliación de las contradicciones es posible retener el mando indefinidamente». Tan claro tienen ese objetivo los del manifiesto que su texto culmina advirtiendo contra lo que para ellos significa perder el poder: «Retroceder en el tiempo».

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