Sábado, 14 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6327.
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EL CORREO CATALAN
Si, para subsistir, el catalán ...
ARCADI ESPADA

Querido J:

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Siempre has dicho que el parco ejercicio de la crítica es una de las graves limitaciones de la cultura española y, muy concretamente, del periodismo. Siempre he estado de acuerdo. Esta semana, sin embargo, se ha tambaleado mi convicción. Esta semana hemos visto aquí, con un tiempo frío, gris, un permanente chien et loup, cómo hasta el mismo Gobierno catalán (y ya no digamos los intelectuales y periodistas patrocinados) se ponía a la noble tarea crítica con motivo de la emisión en Telemadrid de un reportaje sobre la situación lingüística en Cataluña. El reportaje, que no sé si has visto, es naturalmente primario, como la gran mayoría de los que se emiten en las televisiones españolas. Incluye, además, una práctica engañosa e incorrecta que es la suplantación, es decir, el periodista que se hace pasar por..., en este caso, por un padre interesado en que su hijo reciba parte de la enseñanza en lengua castellana. Una cámara oculta registra, además, las escenas cumbre de la suplantación. El empleo de la cámara oculta no me parece reprobable en sí mismo. Sería estúpido pedirles a los periodistas que no fisgonearan por el ojo de la cerradura. Otra cosa es la expresa construcción de una escena, de un factoide, para luego filmarla, y/o describirla con palabras. En cualquiera de los dos casos, lo que se obtiene es siempre una alegoría y el periodismo sólo trabaja con hechos.

Por desgracia, y como sospecharás, los críticos catalanes han estado bien lejos de ocuparse de éste y de otros asuntos estilísticos. Al fin y al cabo, ellos también tienen sus cámaras ocultas (y sus camarotes), aunque al servicio de la bondad patriótica. Sí han dicho algo sobre el olor del reportaje, sea proclamado en metáfora. Y en esto con toda la razón: una de las grandezas de la televisión pública catalana y de muchos domadores de pulgas del establishment es que sus mentiras suelen estar bien diseñadas. La materia gris de su preocupación ha sido, sin embargo, otra. En primer lugar, el derecho de intervención, que así podemos y debemos llamarle. En el reportaje se describe muy bien este derecho, en boca de un Mikimoto (empresario), de un Sierra i Fabra (escritor velocísimo) y de un Joel Joan (actor). El primero aboga genéricamente por la expulsión de Cataluña de los que no quieran aprender catalán (y ya no digamos qué prevé para los que, desde fuera, critiquen esta drástica ceremonia). El segundo se pregunta por qué en Madrid se tienen que ocupar de lo que hacemos aquí. Y el tercero afina más e incluye un hermoso coño coloquial, «qué coño le importa a Telemadrid», concretamente, lo que hacemos o dejamos de hacer aquí. Hasta aquí podrías pensar, y contigo el ancho mundo, que éste métanse en sus asuntos es la reacción visceral y minoritaria del sector florido del nacionalismo. Te equivocarías, y el mundo contigo. La reacción principal, inmediata, básica ha sido la deslegitimación: qué coño hace Telemadrid. Espero que te baste el ejemplo de un artículo firmado por Tomás Delclós en las páginas locales del diario El País. El comentarista critica las exageraciones del reportaje, y lo hace de un modo globalmente razonable. Pero hay esto al final: «El presentador del programa Ciudadanos de segunda, producido por EL MUNDO TV, cometió la imprudencia de llamar 'documental' a una expedición de castigo». Expedición de castigo, dice. Expedición: para un reportaje de una televisión madrileña cosido, casi íntegramente, con testimonios de catalanes, salvo el de una italiana passavolant y el mío mismo, que ya me quité. Pero como siempre la inmoralidad semántica acaba revelando una verdad superior: entre el independentista del coño y el prudente expedito sólo hay una octava tonal de diferencia.

Así pues, lo primero que ha emergido en la indignación supuestamente catalana no ha sido la respuesta a las presuntas exageraciones o falsedades del reportaje. No: lo primero ha sido ustedes no pueden hacer esto. Obviamente, y como suele suceder con el derecho de intervención, lo que se reprueba no es la intervención en sí, sino lo que trae consigo. Ni siquiera Joan invocaría su coño si hubieran rodado un reportaje sobre la incomparable belleza de la Barcelona primaveral. Aunque bien es verdad que acabaríamos jodiéndolo, porque me malicio que Telemadrid iba a ser capaz de subtitularlo, para dar coba a la presidenta, con los versos inmortales de aquel paseo solitario, también en primavera, más fuertes al final [¡oh charnegos!] que el patrón que les paga / y que el saltaulells que los desprecia.

Sin embargo, entiendo la estrategia de respuesta. Porque, para desgracia de todos, los hechos que se relatan son, en líneas generales, ciertos. Es cierto que muchos colegios públicos de Cataluña no cumplen la ley y deniegan la escolarización en castellano a niños menores de siete años. Desde luego, no hacía falta ninguna cámara oculta para demostrarlo. El establishment profesoral manifiesta, y hasta con orgullo, su voluntad de no cumplir la ley. Su justificación es de un indecente paternalismo patriótico: «Pobrecitos, qué sería de los niños que eligieran el castellano, marginados de todos, apestados. Los queremos demasiado. No y mil veces no». Me habrás oído negar 1.000 veces ese cuento de la lengua materna y, en especial, sus efectos sobre el aprendizaje. Hasta la fecha, y por muchos empeños que se pongan, no hay ninguna evidencia de que la escolarización de los niños en una lengua distinta a la de casa perturbe su aprendizaje. Ni qué decir tiene lo feliz que me haría que en los colegios públicos de Cataluña mis hijas pudieran inmergirse en inglés. ¡Hasta admitiría un poquito de perturbación! No. No son razones científicas las que pueden aducirse en favor de la enseñanza en castellano. Tampoco lo eran cuando se aducían, en pleno y miserable franquismo, en favor de la enseñanza en catalán. Son algo más y algo menos: razones democráticas. Un capricho democrático, me gusta decir. El que tendrían un inglés o un francés cuando exigieran que en cualquier rincón de sus estados un niño pudiera escolarizarse en la lengua oficial y común.

La ley no se cumple en muchos colegios catalanes. Pero el reportaje también muestra los efectos de una ley que sí se cumple: la que obliga al uso de la lengua catalana en los comercios, y cuyo incumplimiento ocasiona multas y problemas y, por si fuera poco, favorece las denuncias entre hermanos catalanes. A uno de los hombres más inteligentes de la Cataluña actual se le pregunta en el reportaje por esta ley y la equipara a la necesidad de que los comercios cumplan la normativa sanitaria. La equiparación es muy útil porque muestra no sólo el grado de fanatismo y obnubilación aparentemente lingüístico al que puede llegarse, sino porque subraya, oblicuamente, la raíz del problema: la protección a la lengua no puede ejercerse hasta el punto de afectar, de esa manera intolerable y grotesca, a la libertad individual. Bastaría pensar qué sucedería si en la Comunidad de Madrid se prohibiera en los comercios el uso único de las lenguas inglesa, árabe o... ¡catalana! Y no creo que nadie pueda despreciar esta hipótesis en razón de que la lengua castellana no deba ser protegida: los niveles necesarios de protección son siempre muy subjetivos: se protege el catalán y se protege el francés, y no creo que esas dos lenguas tengan el mismo lugar en el mundo.

Lo dejo ya. Cada vez que recalo en estos puertos recuerdo a Américo Castro. Decía, sobre los neologismos, que cuando uno debe preocuparse por si una lengua los asimila es que esa lengua está a punto de dejar de existir. «Y entonces ya no vale la pena ocuparse de ella», remataba. Si, para subsistir, el catalán necesita reducir la libertad de sus practicantes, es que ya no vale la pena.

Sigue con salud

A.

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