Sábado, 14 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6327.
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 MADRID
McEnroe, carisma incombustible
Diego Armero

Una de las últimas veces McEnroe pisó Madrid, allá por 1997, tocó la guitarra. Arrancó la sesión en un café cerca de la calle Princesa con un tema de su viejo amigo y tenista Vitas Gerulaitis, muerto a principios de los 90 en circunstancias nunca confirmadas. Se presentó dispuesto a demostrar que, en la música, también era un ganador nato. Pero apareció en escena a medio camino entre el aire rockero de Nirvana y el virtuosismo que acompañaba sus voleas.

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A gritos, como se dirigía a los jueces de silla, pidió una cerveza. Empuñó su guitarra con esa zurda de seda que hizo de él un tenista notable e inolvidable. Y se movió suelto en la tarima del escenario, presuntamente seguro de sus pasos, intercambiando versiones de Lou Reed con temas propios algo flojos, sus gestos de tenista fino y estilizado con notas discordantes, su genio con su tormento. Verle transformado en fraudulenta y fallida estrella del rock recordó que Big Mac era un héroe de verdad, de carne y hueso, no una estrella fría y perfecta, adolescente y sin trasfondo como acostumbra a presentar el tenis moderno. El ganador también sabía perder.

Años más tarde, colgó la guitarra y se volvió galerista de arte en el Soho neoyorquino, pero allí tampoco encontró el éxito. Ahogado en las deudas, cerró la puerta del negocio y descolgó el cartel que anunciaba la John McEnroe Gallery. Necesitaba el refugio del tenis. Tomó el micrófono de la CBS estadounidense para hacer gala de su habitual irreverencia para seducir a los telespectadores. Fracasó como capitán del equipo estadounidense de Copa Davis, porque sus nuevos compatriotas no entendían que el tenis y, en concreto esa competición, era algo más que ganar dólares a puñados. Y, ya con las canas predominando en su cabeza, tomó el mando de un circuito de veteranos al que recurren los románticos, los que anhelan emociones, los que rechazan a los héroes imberbes, de cartón piedra y estereotipados que hoy predominan, los que veneran a estrellas cuyas carreras trasciendan más allá del ámbito deportivo.

Ahora gana la red con menos agilidad que cuando, en Wimbledon de 1980, le ganó a Borg aquel tie break de 34 puntos que no le dio el triunfo en el que algunos consideran el mejor partido de la historia, pero que sí descubrió que está llamado a ser uno de los mejores. Su volea sigue teniendo magia suficiente como para recordar al hombre que ganó siete «grandes». Y, sobre todo, sigue intacto su carácter incontrolado, el mismo que le costó multas, descalificaciones, sanciones y, probablemente, demasiados fracasos empresariales y sentimentales y el mismo que hizo de John McEnroe el mejor para muchos aficionados. Otros tenistas, como Pete Sampras o Roger Federer, le adelantan en títulos, en dinero, en contratos, en trofeos... Ninguno está por delante de él en carisma.

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