El oligarca ruso Boris Berezovski jugó ayer a ser una especie de Osama bin Laden con corbata y reconoció desde su exilio londinense que conspira para destronar al presidente de Rusia, Vladimir Putin.
«Nosotros debemos emplear la fuerza para cambiar este régimen. Resulta imposible cambiarlo por vías democráticas. Sin fuerza ni presión no puede haber ningún cambio», aseguraba Boris Berezovski en una entrevista que publicaba ayer el diario británico The Guardian.
En Moscú la confesión de Berezovski sonó como una bomba gracias a la caja de resonancia de las televisiones estatales, que se hicieron eco en todos sus informativos de las declaraciones del oligarca, contestadas unánimemente por la clase política.
El fiscal general, Yuri Chaika, confirmó la apertura de una nueva causa penal contra el empresario Boris Berezovski (que en 2002 ya fue encausado por desvío de fondos de la compañía aérea Aeroflot) debido a sus «exhortaciones para cambiar el poder por la fuerza» y confirmó que pedirá de nuevo la extradición del oligarca. Paralelamente, el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguei Lavrov, acusó a Berezovski de abusar de su estatus de refugiado político en Londres, que goza desde 2003.
Maestro de la intriga política, lo que en los años 90 le valió el sobrenombre de Rasputín, Berezovski pasó de ser un cardenal gris a la sombra del enfermizo presidente Boris Yeltsin a convertirse en disidente político y enemigo declarado del Kremlin en el año 2000, pese a que apoyó la candidatura de Putin con sus medios de comunicación.
Berezovski reconoce en la entrevista tener supuestos contactos con miembros cercanos al poder para llevar a cabo su plan. «Que una parte de la élite política se enfrente a otra parte de la élite política es la única manera de cambiar el régimen en Rusia», afirma Berezovski, que asegura haber tomado ya «medidas prácticas», en concreto «de orden financiero».
Scotland Yard reconoció ayer que investiga el alcance penal de las declaraciones de Berezovski, que ayer puntualizó en un comunicado su referencia al uso de la fuerza. «Yo apoyo la acción directa. No defiendo ni apoyo la violencia», señala el oligarca, que evoca las revoluciones pacíficas de Georgia (2003) y Ucrania (2004) como ejemplos para derrocar el régimen de Putin «sin derramamiento de sangre».
Experto en orquestar campañas escandalosas (como aquélla en la que acusó a los servicios secretos rusos de organizar los atentados contra bloques de viviendas en Moscú de 1999 que precedieron a la segunda guerra chechena), Berezovski reforzó ayer su imagen de enemigo número uno del Kremlin, que lo acusa incluso de envenenar con polonio radiactivo al ex agente ruso, Alexander Litvinenko, del que era su valedor en Londres.
Sin embargo, los riesgos de que Rusia viva en sus calles una revolución a la ucraniana son realmente mínimos, tanto por la enorme popularidad del presidente, como por el nulo peso de la oposición, débil en el Parlamento y dividida en las calles.
Precisamente hoy, el ex ajedrecista Gari Kasparov pretende movilizar a varios miles de personas en una marcha de los disidentes en el centro de Moscú, donde participarán el ex primer ministro Mijail Kasianov (que se postula como candidato de oposición en las presidenciales de 2008) y el líder neobolchevique Eduard Limonov.
Las autoridades han movilizado a 9.000 policías, mientras que miles de jóvenes putinistas planean silenciar a los disidentes con una presencia masiva en la capital.
En los pasquines de estos grupos se advierte a la población contra los riesgos de revolución, que a partir de ahora tendrá su icono en la efigie calva (y con cierto aire leninista) de Berezovski.