La izquierda francesa se encuentra en el momento más débil de su historia contemporánea. De hecho, hay que remontarse a las crisis identitarias posteriores a 1968 para encontrar la equivalencia de una intención de voto inferior al 36%. Muy lejos de los tiempos gloriosos de Mitterrand (46,8% en 1981) y bastante más cerca del 37,64% que sumaron las fuerzas de la gauche en 2002, sin contar el peso accesorio de Los Verdes.
Semejantes evidencias implican, naturalmente, el predominio del voto conservador. Puede que la política no sea un ejercicio aritmético y es probable que los sondeos se equivoquen, pero la suma virtual de Bayrou, Sarkozy y Le Pen supone aproximadamente el 65% del mapa nacional.
La primera conclusión que se deriva de esta diferencia radica en las dificultades que Ségolène Royal va a encontrar para convertirse en presidenta de Francia. Su llamada al «orden justo» y su imagen autoritaria pretenden cultivar electores sociológicamente ajenos al Partido Socialista, pero el guiño transversal desconcierta a los militantes izquierdistas y no tiene la fuerza del mensaje paternalista o providencialista de Sarkozy.
La ambigüedad del proyecto avala el riesgo de que Ségolène pueda quedarse fuera del primer turno. Sería la defunción política del socialismo francés, aunque, a juicio del politólogo Alain Touraine, el derrumbamiento ya se ha producido y Ségolène ha abjurado de partido (o viceversa).
Sería una de las explicaciones que razonan el retroceso de la izquierda. Especialmente porque el Partido Socialista agónico de Jospin ha pagado su distanciamiento con las clases populares, se presenta menos resolutiva en las cuestiones del interés nacional -inmigración, seguridad, economía de mercado- y permanece sujeta a enormes contradicciones ideológicas después de que el no a la Unión Europea triunfase con la bendición de algunos ilustres elefantes sociatas. Incluido el ex premier Laurent Fabius.
«La izquierda francesa, a diferencia de cuanto ocurre con la derecha, ha perdido confianza en sí misma», explica el ensayista Eric Dupin entre las páginas de A toda derecha (Editorial Fayard). «La izquierda inscribe su acción en el ámbito mental del adversario. Su capitulación ideológica, más o menos consciente, le sitúa en posición de debilidad», añade.
De la debilidad a la agonía, el barco de la izquierda se resiente de los últimos polizones trotskistas. Tres son los candidatos que concurren a los comicios presidenciales (22 de abril-6 de mayo) venerando la figura del patriarca rojo, sin olvidar que el Partido Comunista de Francia intenta conjurar su desaparición a las órdenes de Marie-George Buffet.
Se trata, por tanto, de un fenómeno de balcanización que François Hollande, primer secretario del Partido Socialista y compañero sentimental de Royal, juzgaba con su habitual ironía: «¿Cómo va a estar unida la izquierda si ni siquiera los trotskistas se ponen de acuerdo en relación a la idea de Trotski?», se preguntaba durante un mitin en Limoges. Las interrogaciones también pueden utilizarse para ubicar el retroceso de la extrema izquierda. Y es que los partidos de Olivier Besancenot (Liga Comunista Revolucionaria) y Arlette Laguiller (Lucha Obrera) suman ahora la mitad de cuanto acumularon hace cinco años -juntos alcanzaron el 10% en 2002-, mientras que los comunistas históricos retroceden en menor proporción (3% en intención) de cuanto lo harán Los Verdes.
Cuesta trabajo creer que uno de cada de 10 franceses se diga verdaderamente trotskista. Otra cuestión sería sospechar que la extrema izquierda, la hoz y el martillo y la bandera roja alojaban en realidad el desagüe electoral del antisistema, de la subversión y del cabreo.
Bien lo saben, a su manera, Jean-Marie Le Pen y François Bayrou. El líder del Frente Nacional ha trasladado su campaña al mundo obrero demonizando el canibalismo de la globalización, mientras que el jefe del partido centrista (UDF) se ha erigido en una solución razonable para quienes quieren invertir la lógica del bipolarismo y destronar el sistema de siempre sin necesidad de cantar la Internacional o bailar la Marsellesa.
Bayrou le hace daño a Ségolène, aunque la candidata socialista se ha propuesto un plan de emergencia en cinco puntos para afrontar el riesgo de un batacazo como el de Lionel Jospin en 2002.
La primera idea consiste en abundar en ideas sociales y socialistas. Muchas de ellas inspiradas en la política zapateriana y relacionadas con el eslogan de la campaña: «Más justa, Francia será más fuerte». Además, Ségolène pretende involucrar al aparato del partido, pues su aislamiento es significativo. Fabius y Jospin se habían comprometido a apoyarla, pero su silencio y su desidia demuestran que Royal camina sola.
Otra solución consiste en abandonar la improvisación. La socialista ha caído en la trampa de seguir el juego de Sarkozy. Dedica mucho tiempo a contestarlo y a sacar de la chistera ideas capitales que no figuraban en el programa como el contrato de empleo juvenil y el proyecto de fundar la VI República a partir de un referéndum.
Royal podría anunciar, quién sabe, la candidatura de Dominique Strauss-Kahn como primer ministro, mientras que el quinto punto sería insistir en la importancia del voto útil. Es tan ajustado el margen que los trotskistas podrían volver a darle Francia a la derecha.