Sábado, 14 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6327.
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Cuánto Mozart asesinado
JAVIER ORTIZ

El éxito social es resultado de un conjunto de circunstancias favorables. Los triunfadores en esto o lo otro -nadie triunfa en todos los órdenes de su vida- suelen tener alguna habilidad extraordinaria. Pero eso no es suficiente. Ni siquiera lo principal. Lo esencial es que encuentren el modo de que la mayoría social los tome por figuras.

Suele estar asociado al padrinazgo: la gente concede crédito a quienes se supone que saben y, si los que se supone que saben dicen de alguien que es excepcional, la mayoría lo considera excepcional, sin más. Aunque de hecho su único mérito sobresaliente sea haberse agenciado tan buenos padrinos.

Pero los mecanismos de la valoración social son muy especiales. ¿Qué tiene un vestido de Marilyn Monroe para que alcance precios astronómicos en una subasta? Lo que la mitomanía le aporte. En una escena de Blow Up, Antonioni jugó con esa idea: la multitud asistente a un concierto de rock se pelea por hacerse con el mástil de una guitarra que el solista rompe y arroja al público; al final, el mástil de la guitarra acaba en una basura callejera y ningún transeúnte repara en él. Había perdido su valor añadido.

Hace algunos días The Washington Post publicó un reportaje en el que contaba cómo el célebre violinista Joshua Bell se plantó en una hora punta en un pasillo del Metro de Washington con su magnífico Stradivarius, estuvo tocando durante un buen rato algunas piezas de su repertorio... y apenas nadie le prestó atención. De las 1.070 personas que pasaron delante de él durante ese tiempo, tan sólo 27 se avinieron a dejarle algunas monedas, siete se pararon por un rato y sólo una, que reconoció al artista, se quedó hasta el final. (¿Lo habría hecho de no haberlo reconocido?)

El reportaje planteaba implícitamente, tal vez sin pretenderlo, una muy vieja cuestión: la de ces Mozart qu'on assassine; la de todos los Mozart, la de los muchísimos Einstein que nuestra sociedad asesina a diario sin saberlo. Lo cual tiene dos caras. La primera, la que ofrecen los cientos de miles de empobrecidos del mundo entero que hubieran podido desarrollar potencialidades de primera (científicas, artísticas, deportivas) pero que jamás lo harán, porque están demasiado ocupados en morirse de hambre y de desidia.

La segunda, menos angustiosa pero también amarga, la de quienes conocen sus capacidades y han logrado cultivarlas, pero que no encuentran el reconocimiento público que merecerían. Pintores excelentes, escritores de primera, cantautores con vena que se ven inmerecidamente condenados al anonimato, si es que no al ostracismo.

El gran público pasa a su lado -ve sus cuadros, ojea sus escritos, oye sus canciones- y sigue de largo, indiferente, tal vez pensando que, si realmente esa gente valiera la pena, saldría en los periódicos, en la radio y en la tele.

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