Jamás hubiera pensado el escritor checo Karel Capek que con su novela RUR (Robots Universales de Rossum, 1921) estaría utilizando el vocablo en su lengua materna más conocido universalmente a partir de ese momento: Robot, «trabajo esclavizante».
El mundo literario en torno a los robots, así como el del cómic y el cine, pero también el real, el de aquellos locos que desde el Renacimiento imaginaron ingenios mecánicos para sustituir y ayudar en el trabajo a los seres humanos, y que luego sus descendientes construirían, salta a los ojos del visitante nada más traspasar las puertas del céntrico Museo de Comunicación de Berlín. Desde esta semana y hasta septiembre alojará entre sus muros la exposición Llegan los Robots.
En su inmenso hall circular, un robot con aspecto de lavadora de los años 50 persigue obsesivo un balón con su sensor de movimiento al tiempo que emite sonidos ininteligibles en jerga de bebé. Otro, con una antigua balanza por cabeza, es capaz de distinguir detalles físicos del visitante como la forma de las piernas y saludarle de manera personalizada.
Pero el plato fuerte de la exposición ocupa el primer piso, junto a un brazo mecánico de dos metros de altura que no para de moverse y habitualmente ensambla piezas en una fábrica alemana de Mercedes.
Allí, junto a visionarios textos y dibujos de los siglos XVI y XVII, se muestran ejemplos de la aplicación actual de la robótica en la industria, la medicina y el hogar, muy lejos de la imagen popular de carácter humanoide que muestran algunas películas de ciencia ficción, en pequeñas pantallas, junto a los objetos expuestos.
La ocasión también permite rescatar del paro a los androides Oskar, Ernest y Anatole, los integrantes mecánicos de Los Robots Músicos (1958), que hasta 1984 recorrieron Europa interpretando realmente hasta 500 piezas con batería, saxofón y acordeón. Y como cualquier estrella de carne y hueso, tienen sólo dos actuaciones al día en el museo.
En las vitrinas tienen reservado espacio un trompetista militar a tamaño real que toca hasta seis melodías, el robot ajedrecista Novaq (1982), capaz no sólo de pensar sino de mover las fichas con precisión, al igual que el gigantesco Sabor, una máquina suiza androide de dos metros capaz de fumar y lanzar piropos a las mujeres, o el jockey diseñado para montar sobre camellos por el desierto.
Destaca en la exposición, para regocijo de los más pequeños, la colección de 250 robots de juguete prestados para la ocasión por un coleccionista privado, en la que de seguro los más mayores, si algún día poseyeron alguno, lo encontrarán entre la multitud de minúsculos seres articulados de metal y plástico.
El cine y el cómic, cada vez más interrelacionados, aportan el recuerdo del pistolero mecánico disfuncional de la película Almas de Metal, papel que interpretó Yul Brynner, los inolvidables R2D2 y C3PO de La guerra de las galaxias, Robocop, Terminator, los replicantes de la mítica Blade Runner o los más modernos Power Rangers y Data de Star Trek.
Por supuesto que el padre de la robótica moderna, Isaac Asimov, y sus tres famosas leyes («1/ un robot no puede dañar a un ser humano, ni permitir por falta de acción, que un humano sufra algún daño; 2/ un robot debe obedecer las órdenes que le den los seres humanos, excepto cuando estas leyes vayan en contra de la primera ley; y 3/ un robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando tal protección no se oponga a las dos primeras leyes») tiene su lugar privilegiado en la muestra. Pero aún a día de hoy, ninguno de los robots presentes en Berlín puede comprenderlas. Quizás en un futuro.