Giuseppe Verdi puede sostener la comparación con William Shakespeare. Nadie en el mundo musical había logrado una proeza semejante. Verdi consigue medirse con el mayor de los dramaturgos a través de tres creaciones extraordinarias. La primera requirió esfuerzo y corrección. Fue una obra joven revisada en plena madurez: Macbeth. Las dos últimas constituyen floraciones milagrosas de la tercera edad: una suerte de fertilidad en tiempo de descuento, cuando ya el músico había dado por canceladas sus aptitudes operísticas.
Un joven músico y poeta de la nueva generación fue la comadrona magnífica que posibilitó ese milagro de vida con celestial extensión. Gracias a Arrigo Boito dispuso de dos libretos extraordinarios: Otello y Falstaff. Ésta fue la última colaboración. Se despedía como Octavio Augusto diciendo: Plaudite amice, comoedia finita est.
Las últimas composiciones de Verdi tienen todos los rasgos de lo que los alemanes llaman Spätstil, estilo tardío. Se han comparado esas obras del Verdi final con los últimos cuartetos de Beethoven. Eso, sobre todo, es válido para el Falstaff. En esta gran comedia final, la única de su extensísimo repertorio (con la excepción de un gran fracaso juvenil, Un giorno di regno), las ideas musicales adquieren carácter de gesto o abreviatura sintética y concisa. Despuntan por un instante, apenas unos compases. Inmediatamente quedan anegadas en un torrente dramático en el que nuevos motivos minúsculos porfían por emerger.
En este último Verdi prevalece una suerte de prosa musical en recitativo perpetuo en el que resaltan esos gestos melódicos que nunca llegan a configurar arias, cabaletas, ni siquiera ariosos. En notas breves, en susurrante stacatto propio del comadreo del vecindario, forman contrapuntos corales que abundan a lo largo del Falstaff.
Por eso esta ópera apenas dispone de tres o cuatro arias verdaderas: el repetido soliloquio del Viejo John: un motivo que define al protagonista de la obra; el aria del falso señor Fontana (alias de Ford); el aria de Fenton bajo los bosques; y de un modo sobresaliente el aria de la Reina de las Hadas, Nanette, bajo el más hermoso camuflaje. Esta aria es la verdadera despedida de Verdi del bel canto.
La categoría de la belleza parece de pronto encarnarse en nuestros oídos. La versión de esta grabación, de Riccardo Muti, muestra a Nanette (Inva Mula) en una de sus mejores interpretaciones. La belleza del texto de Arrigo Boito contribuye al esplendor estético de esta aria emocionante: las hadas escriben con flores. Éstas son el alfabeto de su lenguaje.
Aquí Shakespeare está entero: no sólo el propio del universo de Falstaff, y en particular del último acto de Las alegres comadres de Windsor. Está sobre todo el espíritu mágico del mundo de las hadas y los duendes, los elfos y las sirenas: como si de pronto se desplegase ante nosotros el encantamiento de equívocos y travesuras perpetradas por Puck en El sueño de una noche de verano.
Sólo un joven de 16 años había conseguido tutear a Shakespeare. Mendelsohn logró la proeza en la obertura a la que luego completó con bellísimas piezas de música incidental. Ni Berlioz, ni Rossini, ni Liszt habían conseguido recrear la más genuina alma shakesperiana. Pero el propio Mendelsohn queda sobrepasado por ese acto final del Falstaff.
Para mayor gloria operística, la pieza culmina con la célebre despedida última de Verdi: la fuga que enuncia su testamento filosófico-musical. El mundo está loco. Por eso el hombre nació burlón. Sólo el espíritu burlesco nos permite sobrevivir. El que ríe el último ríe siempre mejor. Sujeto y contrasujeto de la fuga van circulando por todas las voces. Pero la última palabra la tiene Falstaff.
El anciano Verdi parece enternecerse con verdadera intensidad en el dibujo de los gestos melódicos de los jóvenes amantes. Sobre todo Nanette, la mujer bajo la advocación de la Luna. Su boca -besada por Fenton- se renueva como la Luna en sus periodos. Un breve nocturno lunar de la madera parece conducirnos hacia el universo feérico que se encarnará, en el último acto, en la portentosa aria de la Reina de las Hadas.
Falstaff mira de frente al siglo XX, y con el retrovisor al XVIII. Nunca se ha escrito una comedia en música tan hermosa: supera a las mejores proezas en este difícil género (Figaro o Così fan tutte, en el siglo XVIII; Meistersinger en el XIX; El caballero de la Rosa, Arabella, y Adriana en Naxos, en el XX).
No es inadecuada la referencia a los últimos cuartetos de Beethoven: la naturaleza concisa y caudalosa de los gestos melódicos de Falstaff lo atestigua, lo mismo que el remolino de ideas que porfían por emerger en esta partitura excepcional.