El diario de Petr Ginz (Praga, 1928 - Auschwitz, 1944), una suerte de versión masculina de Ana Frank, suponen parafraseando al escritor Jonathan Safran Foer en su prefacio, un aldabonazo en mitad de los campos de la muerte.
Editado en España en 2003 por El Acantilado -Diario de Praga (1941-1942)- y ahora en Estados Unidos en plena semana de conmemoraciones del Museo de la Herencia Judía en Nueva York, el libro ha provocado un shock entre la crítica y el público. De gran dureza es su crónica de unas vidas segadas, desde las primeras leyes antijudías hasta la deportación de su protagonista al campo de trabajo de Thesesienstad, donde perecieron de inanición o fueron ejecutadas más de 75.000 personas.
Ginz sobrevivió a Thesesienstad, donde incluso imprimió una revista clandestina, Vedem, repleta de poemas, canciones y artículos, y fue enviado en septiembre de 1944 al campo de exterminio de Auschwitz. Entre los pocos artículos que se conservan de la revista, incluidos en el diario, figura éste: «Privados de nuestras fuentes culturales, crearemos otras. Separados de nuestras fuentes de vieja felicidad, crearemos una nueva y más radiante vida».
Ginz, hijo de alemana y judío, recibió el tratamiento de los niños de matrimonios mixtos, que eran deportados tras cumplir los 14 años. Su padre, Otto Ginz, trabajaba como manager de una compañía textil y conoció a su futura esposa en una conferencia sobre el esperanto. La familia al completo, con la excepción de su madre, su hermana y una prima, así como la práctica totalidad de sus amigos, fue asesinada en Auschwitz, Dachau y Treblinka.
La narración de Ginz zarpa conducida por un observador subjetivo aunque imparcial. Anota cada circunstancia. Arranca el día en que los niños de su colegio son obligados a portar la estrella amarilla. Cuando Ginz, que se encuentra limpiando máquinas de escribir en el gueto de Praga, recibe el aviso de que será deportado esa misma noche, empieza a escribir.
Ginz fue un muchacho brillante. Avido lector, siguió cultivándose a pesar de las restricciones. El nazismo apartó a los niños de las escuelas, siguiendo un proceso de deshumanización que transformaría al hombre en carne para el despiece, pero Ginz encontraba siempre la fórmula para seguir leyendo. Anotaba los ensayos que debía estudiar cada mes, al cabo del cual analizaba los progresos de su trabajo. Le interesaban la Historia, la Filosofía, las Matemáticas, la Botánica y la Geología. Soñaba con ser novelista. Las pertenencias que llevó al campo de concentración incluían cuadernos y lapiceros, así como una novela de la que ya había escrito 260 páginas.
Su constancia y coherencia, su fascinante intelecto, permiten que nos asomemos al horror desde una limpia balconada. Perdidos los diarios durante casi 60 años, del joven Ginz apenas habían sobrevivido sus dibujos, la mayoría de los cuales son expuestos en el Museo del Holocausto de Israel.
Uno de ellos, una imagen de la Tierra vista desde la Luna, fue elegida por el astronauta israelí Ilan Ramon, miembro de la tripulación del Columbia, como emblema del viaje. Cuando el transbordador explotó al poco de despegar, el dibujo de Ginz dio la vuelta al mundo.
Poco después, alguien llamó a los responsables del Museo del Holocausto. Aseguraba haber encontrado en una casa de Praga seis libros repletos de anotaciones y dibujos idénticos al que mostraba la televisión. La hermana de Ginz, Chava Pressburger, confirmó la autenticidad de los trabajos.
Petr Ginz partió en tren hacia Auschwitz el 28 de septiembre de 1944 junto a su primo Pavel. Su hermana escribió entonces: «Escuchamos llantos por todas partes. Tuve tiempo de tocarle la mano, hasta que un guardia nos separó. Ahora se han ido y todo lo que resta son unas camas vacías».