Huele a naufragio inminente en Coney Island. La popa herrumbrosa y mítica de Nueva York, el cocedero humano que cantaron José Martí, García Lorca y Lou Reed, el lugar donde nacieron la montaña rusa y los perritos calientes, puede pasar definitivamente a la leyenda en unos meses.
Los bulldozers avanzan peligrosamente hacia el Astroland, último superviviente de la edad de oro de los parques de atracciones. Las barracas de feria están desapareciendo y las tiendas de souvenirs echan el cierre porque no pueden pagar la renta. Los carteles de «Franks, Clams and Cold Beer» han dejado paso al ubicuo: «Se alquila».
Dick Zigun, el capitán del circo de los freaks, se aferra a la secular habilidad de Coney Island para tocar puerto en medio de todas las tempestades. Al fin y al cabo, él encalló allí con un puñado de artistas en los años 80, cuando ya se empezaba a entonar el réquiem, y la magia volvió a brotar, y salieron del mar las sirenas...
Pero esta embestida parece la definitiva. El magnate inmobiliario Joe Sitt, al frente de su buque insignia Thor Equities, se ha convertido en dueño y señor de Coney Island y sueña con construir rascacielos de 40 a 50 pisos en primera línea de playa. La ola de especulación de la vecina Manhattan ha llegado hasta la orilla más populosa y popular.
Joe Sitt, que se crió en el barrio y vibró con el vértigo del Cyclone o de la Wonder Wheel, ha dicho que quiere preservar el espíritu y convertir el lugar en una nueva meca del entretenimiento. Pero pocos le creen. De momento, los inquilinos del Astroland (vendido por 30 millones de euros) han recibido el aviso de que tiene que abandonar la nave a finales de año para «limpiar la propiedad».
Los nativos sospechan que Sitt quiere seguir el camino trazado por Fred Trump, que arrasó el añorado parque de atracciones Steeplechase y tan sólo dejó en pie, como testimonio de la gloria pasada, la torre metálica y roja del Parachute Jump.
«Sitt ha aprendido la lección de la historia y va a hacer lo mismo que el padre de Donald Trump», advierte Charles Denson, autor de Coney Island lost and found. «Si no le dejan construir lo que quiere, lo destruirá todo y dejará en su lugar un solar ruinoso».
Charles Denson, vecino ilustre del lugar, ha decidido lanzar su propio bote salvavidas. La barcarza de «Save Coney Island» atracó estos días en Battery Park, en las escalinatas del Ayuntamiento de Nueva York. Las sirenas y los marineros en tierra reclamaron al alcalde Michael Bloomberg que tome el timón e impida que Joe Sitt se salga con la suya.
«Coney Island es mucho más que un parque de atracciones», proclama Denson. «Esa playa siempre ha sido el punto de encuentro de los neoyorquinos de las clases populares. Ese lugar tiene una historia que hay que respetar. No puede convertirse en el patio de recreo de los nuevos ricos».
Richar Eagon, cofundador de la Sociedad Histérica (como suena) de Coney Island, se ha unido a la tripulación y ha denunciado las maniobras conspiratorias: «Quieren quitarnos el ruido, el olor, el sabor que hace único este lugar... Es cierto que desde que se inventó el aire acondicionado, Coney Island podría haberse adecentado un poco más. Pero aún estamos a tiempo: podemos rescatar lo mejor del pasado y reconstruir este lugar con cautela».
Desde finales del siglo XIX, cuando Andrew Culver acercó el lejano islote al común de los neoyorquinos, Coney Island ha vivido una travesía trepidante. Los balnearios populares fueron labrando el terreno a las primeras fantasías, desde el Hotel Elefante al Sea Lion Park, pasando por la Torre de Hierro de 100 metros.
Antes de que se erizara el perfil de Manhattan, el skyline de Coney Island, con sus luciérnagas nocturnas, era el punto de referencia de los barcos a más de 50 kilómetros de la costa. En apenas siete años se levantaron el Steeplechase, el Luna Park y el Dreamland, y la isla se convirtió en marmita mundial de la diversión, visitada todos los fines de semana por un largo millón de neoyorquinos, labrando el camino a Las Vegas y Disneylandia.
Los fuegos y los malos vientos truncaron poco a poco el sueño. La piqueta y la desidia hicieron el resto. Los magnates como Robert Moses o Fred Trump iniciaron el asedio con esos bloques demoledores y austeros que empañaron el horizonte. Desde la noria del Astroland, en el entarimado que recorre la playa o en las gradas del circo de los freaks se pueden destilar aún los vestigios de aquel pasado delirante y añejo. Por poco tiempo.