JAVIER VILLAN
Sonetos de amor y otros delirios
Autor: William Shakespeare. / Adaptación y dramaturgia: Alfonso Plou y Carlos Martín. / Escenografía: Tomás Ruata. / Dirección: Carlos Martín. / Intérpretes: Gema Cruz, José L. Esteban, Francisco Fraguas, Rosa Lasierra y Alfonso Palomares. / Escenario: Galileo.
Calificación: ***
MADRID.- El título Sonetos de amor, aunque matizado con la apostilla y otros delirios, puede inducir a error. No se trata tanto de un espectáculo montado sobre la intensidad lírica de estos enigmáticos sonetos de «amor oscuro», en ocasiones manifiestamente homosexual, cuanto de un inteligente juego entre la realidad y el encantamiento. A ese amor apasionado de los sonetos se sobrepone el mundo mágico del bosque y sus habitantes, de El sueño de una noche de verano; de una manera o de otra, sea a través del conde de Southampton, de la Mujer Oscura, de Demetrio, de Hermia y toda la alegre turba que puebla bosques y palacios. Convencionalismo, teatro sobre teatro.
Plou y Martín llevan al límite este juego de espejos en el marco de un ensayo escénico que sirve para estimular la complicidad de los espectadores y para reflexionar, a la vez, sobre los mecanismos teatrales. Aquella, la complicidad, se consigue gracias al desparpajo de los intérpretes, delicioso y libre en el caso de Gema Cruz; paródico en el de José L. Esteban y Rosa Lasierra; firmemente desinhibido en Francisco Fraguas y más interiorizado en Alfonso Palomares.
Las posibilidades pirandellianas de desdoblamiento y multiplicidad y la metateatralidad, pueden ser en Sonetos de amor y otros delirios, numerosas. Y de hecho lo son. Estos sonetos devienen así en hilo conductor o pespunte de un espectáculo alegre y dinámico que se desarrolla en varios niveles, no siempre delimitados con claridad: el de la compleja y mágica noche de verano shakesperiana; el de los sonetos y sus enigmas históricos y sentimentales; la realidad convencional del ensayo y el eje de un autor y un director que urden y escriben, sobre la marcha, las escenas y el desarrollo de la función.
Los planos se mezclan, se interfieren y obstruyen, o se apuntalan recíprocamente gracias a ese recurso de metateatralidad distendida y paródica. Pasados los primeros minutos de la preparación del ensayo, quizá demasiado largos y convencionales, la función adquiere un vertiginoso ritmo. El espacio escénico está hecho de elementos sugerentes y convencionalmente desorganizados, como corresponde a un ensayo. Es decir, que lo de otros delirios queda gozosamente justificado.
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