Lunes, 16 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6329.
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¿Qué es, en el fondo, actuar, sino mentir? ¿Y qué es actuar bien, sino mentir convenciendo? (Laurence Olivier)
 ESPAÑA
LUCHA ANTITERRORISTA / Las víctimas
«Se han olvidado de mí; Zapatero dijo que me iba a ayudar»
Verónica, la novia de Diego Armando Estacio, asesinado por ETA en la T-4, se niega, entre el paro y la depresión, a volver a su antigua habitación
CARMEN REMIREZ DE GANUZA

MADRID.- Cada día que pasa, la rabia le gana un palmo de espacio al propio dolor. Cuatro meses después de la bomba de la T-4, Verónica Arequipa llora por Diego y por culpa de esa depresión que la tiene como perdida.

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«Me siento culpable; no se me ocurrió llamarle al móvil cuando, antes de la explosión, la Policía nos impidió volver al aparcamiento», dice todavía entre lágrimas. Pero sus ojos se secan y se endurecen cuando, por un impulso nuevo, la novia de aquel chico de 19 años asesinado por ETA empieza a expulsar su rencor. «No nos dijeron qué pasaba, sólo que tenían órdenes. Pero ellos lo sabían, sabían que había una amenaza de bomba cuando yo les vi llegar hacia las 8.30 horas. ¿Por qué no nos avisaron por megafonía?...».

La voz cadenciosa de esta andina de 22 años, pequeña y cetrina, desentona con la estridencia de su enfado que, a pesar de lo dicho, trasciende a la labor policial y a los detalles y se muestra sordo a los matices. «Me refiero a todos, a todos. ¿Por qué se confiaron? Yo creo ahora que la gente se confió en que el presidente estaba negociando su proceso de paz, que estaba haciendo las cosas bien y no podía pasar nada malo. Él lo dijo por la tele...»

Está sentada en el banco de un patio limpio, desnudo y soleado, al que miran los dos pisos unidos que la Comunidad de Madrid ha regalado a una legión de familiares de las víctimas llegados desde Italia y Ecuador, por invitación expresa -cuentan ellos- del presidente del Gobierno. Dice Verónica que «la señora Jacqueline» -la madre de Diego, con la que éste vivió en Italia hasta que decidió venir a hacerlo a Madrid con su padre- la ha acogido de momento.

Pero ella se revuelve, inquieta, en el borde del asiento, mientras da vueltas a un anillo de oro en cuyo revés lee: 12 de noviembre de 2005. «Es la fecha en la que nos comprometimos Diego y yo, un año antes del atentado». Un año; unos meses en realidad, de vida en común en la habitación de una casa alquilada y compartida por un hermano, unos padres mayores y una señora española; un plazo, en todo caso, demasiado breve para que la legislación española bendiga su unión como la de una pareja de hecho.

Ella lo sabe. Sabe que no tiene derechos. Y sin embargo... Nadie le convence de que debe volver. Dice que uno de sus ocho hermanos, repartidos por Madrid en distintas casas de alquiler -sólo la mayor vive en Ecuador-, ocupa ya aquella habitación de la calle de Vélmez, y que allí no soportaría la ausencia de Diego. Pero, sobre todo, ¡le habían prometido tanto a lo largo de aquellos ocho días en que estuvo aguardando desde un hotel a la aparición del cadáver!, ¡le habían dado tantos teléfonos de fundaciones, asociaciones y altos cargos que ahora -repite una y otra vez- no le cogen el teléfono!

«¡Yo me siento una víctima del terrorismo!», rompe, «y no quiero dinero, pero sí que me echen una mano. Y el señor Zapatero, con el que me sentaron a comer cuando nos invitó a La Moncloa, me dijo: 'Te voy a ayudar'».

La rabia le pica a Verónica en la garganta igual que lo hizo aquella mañana de diciembre el humo negro de la T-4. «La víspera del atentado, Diego se había ocupado de dos cosas: entrenar al fútbol para el partido del domingo y preparar unos papeles que nos faltaban para la compra de un piso en Getafe. Lo habíamos apalabrado con una agencia y al dueño ya le habíamos dado una señal de 1.000 euros. Si nos aprobaban el crédito, entrábamos el 31 de enero».

Pero la bomba del día siguiente no sólo le arrancó a Diego sino, tal vez, su propia identidad. No tanto porque la tragedia la empujara a abandonar sus antiguas chapuzas como empleada de una empresa de limpiezas y repartidora de pizzas, sino porque los efectos colaterales de la explosión la arrastraron también a ella en un torbellino de homenajes, viaje de ida y vuelta a Ecuador, discursos y autoridades que acabó por frenarla en seco y dejarla, cuatro largos meses después, en el peor de los desconciertos... y a las puertas de un hotel; ese hotel en el que, sin que muchos se enteraran de ello, había vivido junto a la propia Jacqueline, su hijo y sus nietos, a la espera de papeles, de trabajo, o de nadie sabe muy bien qué.

Ocurrió el miércoles anterior a Semana Santa. Los familiares de Diego habían optado por trasladarse al piso mientras, algún día, iban aclarándose las expectativas creadas por el Gobierno sobre el empleo -el padre vive en Alcorcón junto a su propia pareja, también a la espera de alguna indemnización como ascendiente de la víctima-, pero Verónica no quería irse. «Se han olvidado de mí», decía una y otra vez. «El señor Rubalcaba y el señor Caldera me dijeron que no me preocupara ni por la casa ni por el empleo...».

Hace 15 días que le «llegaron los papeles» de la doble nacionalidad, aunque faltan algunos meses de trámites, pero Verónica ni siquiera cree que la desaparición de Diego haya acelerado los papeleos que ella misma inició un año antes.

Encerrada en su desazón, no quiere oír hablar de que los malos son los de ETA. Dice que ella no les conoce a ellos, sino a esos señores del Gobierno que la invitaron a comer. Y ahí sigue, en el banco de un patio soleado, empecinada en su rabia y en su dolor.

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