NURIA RIBO
Leo que Joshua Bell, considerado hoy uno de los mejores violinistas del mundo, aceptó hace unas semanas participar en un experimento que le propuso el diario The Washington Post para comprobar si la gente estaba preparada para apreciar la belleza en un lugar y momento inapropiados. Se trataba de tocar de incógnito en los andenes del metro de Washington y ver cuál era la reacción de los pasajeros, que en su mayoría se dirigían a las oficinas gubernamentales que rodean la estación de Enfant Plaza. Con un Stradivarius de 3.500.000$, con gorra de beisbol y enfundado en unos tejanos, Bell tocó durante 43 minutos para las 1.097 personas que pasaron por delante y de las que sólo siete se pararon a escuchar un brillante concierto por el que recaudó 32$. «Fue una extraña sensación ver que la gente me estaba ignorando», dijo Bell que reconoció que lo peor fue acabar una pieza y no oír ningún aplauso.
Probablemente, dada la zona que era, muchos de los pasajeros que desfilaron por delante de Joshua Bell, serían empleados de nivel medio-alto, que habrían pagado o estarían dispuestos a pagar precios elevados para ir a cualquiera de sus afamados conciertos donde muchas veces el envoltorio y la puesta en escena es lo que cuenta. Igual sucede con las marcas. El supuesto prestigio que presupone el vestir tal o cual marca, comer en determinados restaurantes o asistir a ciertos acontecimientos artísticos son las contraseñas de determinados círculos, donde señoras y señores con camisetas-anuncio de D&G saborean los bombones de la Preysler mientras otras lucen hermosos bolsos de alquiler de Prada o bellas imitaciones procedentes de la lejana China. Las falsificaciones siguen siendo un negocio que mueve muchos millones de euros.Alguna vez me he preguntado qué clase de placer debe dar tener un Barceló o un Dalí colgado en la pared de casa a sabiendas de que es una falsificación. Lo mismo debe suceder con los productos de un cierto prestigio o lujo. A la memoria me vienen los famosos relojes Rolex. Signo, hace unos años, de una cierta posición.Recuerdo haber ido docenas de veces al Chinatown neoyorquino donde, por aquel entonces, se vendían los más variados modelos de Rolex por unos 10$. Amigos y conocidos me los pedían al por mayor convirtiéndome así en una asidua compradora de las tiendas chinas de Canal Street.
El fetichismo por las marcas era y es desbordante. Todavía hoy, siguen llenas esas pequeñas tiendas de Chinatown. Señoras con abrigos de visón y señores con loden siguen removiendo montañas de bolsos, pañuelos, gafas o relojes de las últimas marcas de moda. Fue por esos años que Naomi Klein escribió su No-logo reflejo del activismo anti-marcas y que más tarde fue contestado con Pro-logo de Gerald Mazzalovo y Michel Chevalier en el que intentaban deshacer las críticas negativas sobre las marcas y la markitis aguda que sigue haciendo estragos en el personal. Especialmente en la gente más joven. Aunque alguna razón tienen los autores de Pro-logo cuando dicen que «no existe nadie que no vaya marcado».
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