El alcalde de Móstoles sólo se metió en política internacional cuando la patria estaba invadida por los mamelucos del Corso; ahora lo que está en peligro en Móstoles y en Zalamea son el ozono, los espacios verdes, las églogas y los pinares, y no los ultrajes a la patria, pero los alcaldes españoles parecen muy interesados en la política internacional.
No está en peligro el honor de las doncellas, sino el de los concejales de urbanismo. El alcalde de Madrid ha logrado que el Manzanares deje de ser aquel arroyo vergonzante que traía menos agua que cualquier cuartillo de vino, cuando los madrileños, según Quevedo, dejaron de ser Narcisos por falta de agua en que verse. No se hablará con palabras sencillas como la hierba del paisaje ni de los espacios verdes, ni de piscinas y hospitales, ni de túneles y jardines, ni del tráfico y de impuestos -y menos de malversaciones de los piqueros-, sino del Estatuto catalán, las OPA, la negociación con ETA, De Juana y el 11-M.
Estamos en el tumultuoso preludio de unas primarias secretas. Los partidos se batirán en 8.108 municipios de España y en 13 de las 17 comunidades, además de en Ceuta y Melilla, menos por la corrupción urbanística que por el apoyo popular que coseche Mariano Rajoy o por el castigo que pueda recibir el Gobierno. El propio Alberto Ruiz-Gallardón piensa que su adversario en Madrid no va a ser Sebastián, sino Zapatero, el autor de su martirio.
Ante esta broncata, en la que no se harán prisioneros, los del PP predican firmeza, convicción, tranquilidad y sinceridad. Sus adversarios de izquierdas les recuerdan errores pasados, acusándoles de haber hecho el viaje a las Azores o de haber mentido en los días que cambiaron y estremecieron a España.
José Luis Rodríguez Zapatero, que, como los Médicis, es un mago en el arte de suministrar agua tofana a sus enemigos, practica la diplomacia del veneno; mientras dice que su partido va a afrontar las elecciones municipales con serenidad, con respeto y con ideas, frente al estilo del PP basado en insultos y exageraciones, sugiere a sus intelectuales que denuncien las exageraciones y las mentiras del PP.
Los políticos españoles practicarán esa gran virtud llamada hipocresía, fundamento de la razón de Estado, arte y virguería de nuestros gobernantes que hablan de sosiego mientras preparan los dossieres y los garrotazos. Están empatados en los sondeos y parten de una idea contradictoria, según la cual la crepitación y la sacudida, la agitación y las movilizaciones sacuden a sus votantes perezosos, basándose en la táctica de pelea callejera: si nos atacan, nos crecemos.
Los políticos españoles practican lo que Maria Antonietta Macciocchi denominaba «la tortura de la sintaxis», el aristocrático suplicio del verbo, la lapidación semiótica, la mala fe, esa forma de autoengaño hablando de Irak o de la rendición del Estado, mientras de Marbella a Ciempozuelos se extiende por toda España el gran monipodio del cohecho.
