La sordera que gasta Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) es un filtro fino. Algo así como un ruido familiar. El único antídoto posible es alzar un punto la voz y la mecánica de la charla comienza su deambular de un lado a otro. Antonio Gamoneda ha ultimado el discurso que leerá el próximo lunes en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, donde los Reyes y el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, presidirán la entrega del Premio Cervantes al poeta leonés.
De lo que allí dirá no quiere desvelar demasiado. Si acaso que tendrá como estímulo las desventuras de Miguel de Cervantes, sus penurias, sus tinieblas, sus fatigas, su eclipse vital, para llegar desde el desamparo al núcleo de su ancha obra, con el Quijote como faro. «Este escritor siempre vivió en la pobreza. Esto se ha tenido muy en cuenta a título biográfico, pero yo voy a relacionarlo con su escritura», dijo. Y a otra cosa.
Lleva cuatro meses sin escribir un verso. La concesión del premio sólo le ha dejado tiempo para «trabajar algunos guioncillos de conferencias». Demasiada trashumancia en un hombre que reivindica su condición de «provinciano», que disfruta en la alucinación del silencio, que mantiene una dialéctica con el frío.
«El hecho de ser un poeta de provincias me tiene bastante descolocado de los acontecimientos literarios de nuestro país», dijo ayer en el encuentro que mantuvo con un grupo de periodistas en el Ministerio de Cultura, junto a Carmen Calvo. Lo que no le impide tener una visión en gran angular de la poesía española de última hora -«donde veo a algunos jóvenes que han vuelto a un cierto realismo que no hace avanzar la tradición»- y del estado general del país: «Crispación. Eso es lo que veo. Si no existiese una cierta ligazón entre los países democráticos, aquí estaríamos viviendo algo muy parecido a un clima de pre Guerra Civil», aseveró.
- ¿Y desde qué orilla se está agitando más el avispero de la mala memoria?
- En eso no me voy a cohibir. El problema es que no hay una comprensión inteligente de en qué términos ha de ejercerse la oposición en la democracia.
Durante años, Antonio Gamoneda ha incubado su poesía en León. Allí se refugió con su madre cuando quedó huérfano a los cinco años. Y allí ha pasado la vida como una inclemencia, un tirabuzón oscuro. «Hasta un niño es capaz de percibir el inmenso desastre de una guerra cuando los gritos de las mujeres, a las dos o las tres de la madrugada, sonaban en las casas», recuerda.
Anda emboscado en sus memorias de la infancia. Va y viene a ellas, como tomando aire antes de retomar el siroco de los recuerdos.
Gamoneda siempre ha ido por libre. Sus libros, su poesía, con Descripción de la mentira, Blues castellano, Edad y Libro del frío, entre otros, conforman una aventura individual de imaginería densa. «Es cierto, mi obra poética no está en situación de ser identificada con ninguna de las corrientes o tendencias hegemónicas de ahora. Esto no es un valor que se atribuya a la originalidad, sino que es el resultado de la soledad... Lo que sí creo es que soy el mejor poeta de mi barrio», bromeó con esa solemnidad granítica de Gamoneda.
El viaje en solitario
Por edad pertenece a la Generación del 50, pero no figuró en ella. Ha viajado por cuenta propia en las letras, complicando su vida en su obra, como no puede ser de otra manera. Y es que su escritura viene como de una gran herida, de una comprensión oscura del mundo. Ahí está el testimonio de su penúltimo libro, Arden las pérdidas, publicado en 2003, que fue compensado con el vitalismo -siempre a la manera de Gamoneda- con que se descolgó más tarde en Cecilia, un conjunto de poemas dedicados a su nieta.
La concesión del Premio Cervantes llegó inmediatamente después de que recibiese el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Éste y otros galardones han ayudado a recuperar la obra de este autor, reunida finalmente en Esa luz (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores). «Para mí, todo este reconocimiento es un estímulo, sin duda, pero el día que me concedieron el Cervantes no pensé que mi poesía fuese mejor que la del anterior», reconoció.
A Gamoneda el dolor le ha enseñado. Su escritura es la revancha a una juventud hurtada, la herida hecha belleza, como recordó ayer la ministra de Cultura, Carmen Calvo. «No digo yo que no merezca este premio ahora. Pero la noticia me produjo una gran sorpresa. Soy un poeta provinciano que no vive en la expectativa de los galardones», insistió.
Piensa que toda poesía es el relato de cómo se avanza hacia la muerte. Es de esos escritores que tienen la sensación de no haber dicho aún demasiado. Pero su mundo está expresado con intensidad en un éxtasis de tinieblas. No es un poeta maldito. Todo lo contrario. Es un poeta que anda despacio, miniando las palabras, con una erudición de soledades, de silencios, casi de olvidos antes del luminoso tobogán de esta recuperación editorial y de los premios.
Y dice: «En mi canto se invierte la agonía;/ es un caso de luz incorporada./ Propongo mi cabeza por si hubiera/ necesidad de soportar un rayo./ No hablo por mí solo. Digo, juro/ que la belleza es necesaria. Muera/ lo que deba morir; lo que me callo».
Si la mañana se alarga, Antonio Gamoneda vuelve al filtro fino de su sordera. A ese ruido como familiar, como nieve pisada. Sonríe con la dificultad de quien prefiere estar serio. Y marcha envuelto en sombras pastoreando el silencio que siempre le acompaña.