LUIS ANTONIO DE VILLENA
Dicen que no es conveniente ser hijo de padres muy famosos, pues lo que al principio ayuda, se vuelve luego en tu contra. A no ser que logres cambiar la ecuación A es hijo de B, por esta otra: B es el padre de A. Pero eso no es fácil, y menos cuando B era Thomas Mann, Premio Nobel y uno de los grandes novelistas europeos del siglo XX.
Klaus Mann (1906-1949) fue el mayor de sus hijos -todos a la sombra del padre- y el único de ellos que resultó no sólo un personaje singular (como su hermana Erika) sino además escritor como el Mago, según llama al imponente Thomas. La diferencia es simple y terrible, cuando se vive bajo el mismo techo familiar: Klaus Mann fue un notable escritor, un buen escritor (véase su novela Mefisto o las memorias que acaba de editar Alba, Cambio de rumbo, su último libro) pero es que Thomas simplemente era un genio.
Klaus tiene el poderoso encanto de las altas figuras menores, de los seres atrevidos y conflictivos, de los que creen hasta equivocarse que el mundo puede ser mejor e ir adelante. Habló de Luis II de Baviera y del músico Chaikovski, porque fueron seres hipersensibles y homosexuales en un mundo hostil a esa condición. Klaus también fue homosexual, y como vivió tantos años de lucha como años muy libertarios, anduvo entre el sexo juvenil y las drogas más o menos duras, sin dejar de salir de la Alemania nazi y terminar peleando en la II Guerra Mundial como teniente del Ejército norteamericano.
Su vida (que contó poco antes de morir, en un estilo rápido, directo y grato sin falta de lagunas líricas) es así el friso sorprendente y vivaz de una época convulsa: el periodo de entreguerras, los años 20 y 30. Pero convulso también quiere decir desasosegado. Y Klaus (como su amiga suiza Annemarie Schwarzenbach) padeció de continuo un desesperado afán de libertad y alegría, unido a una perseverante sensación de caída y vacío. Hasta que se desembarazó de todo, en Cannes, con una alta dosis de somníferos. ¿La sombra del padre?
A Thomas Mann no podía asustarle nada, porque su literatura es siempre una escritura de conflictos. Y al autor de La Muerte en Venecia la homosexualidad le era muy familiar. Pero nunca supo ayudar a su hijo, bastante tenía con él mismo. En realidad los genios no debieran tener hijos, no los necesitan, su herencia es su obra y para ella viven. Klaus, al contrario, se escinde entre obra y vida, duda, intenta superarse, aspira a ser feliz, se agita, vuela, torna a subir, pero no lo logra.
Cambio de rumbo es una memoria vivaz, alerta, melancólica. Un hermoso libro, que nos deja la sensación de haber tocado a un ser vulnerable y frágil, que aun sin quererlo, nunca pudo dejar de medirse -o de pensar que otros lo harían- con la sombra de un padre obelisco, un hombre hizo de la contención su divisa y fue un segundo Goethe. Klaus fue siempre el hijo de Thomas, y nunca será Thomas el padre de Klaus. Pero el hijo tiene un poderoso atractivo. Porque si casi ninguno somos gigantes, casi todos (de un modo u otro) resultamos perdedores.
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