Miércoles, 18 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6331.
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 CULTURA
ESTE DOMINGO, LA SEGUNDA ENTREGA, EL TOMO 1 DE 'EL COSSIO'
Pablo Picasso, el minotauro en la barrera de la pintura
El genial artista malagueño mantuvo a lo largo de su vida una intensa y fructífera fascinación por la tauromaquia
ANTONIO LUCAS

NUEVA COLECCION. No podía faltar en El Cossío un apartado dedicado a las relaciones entre el mundo del toreo con el arte y la cultura. Desde siempre, pintores, literatos, cineastas y actores han sentido la fascinación de una tarde de sol y gloria. Goya, Picasso, Lorca, Hemingway, Ortega y Gasset, Orson Welles o Albert Boadella son solo algunos de los creadores que han contribuido a exaltar las maravillas de la lidia.

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MADRID.- De todos los artistas que pararon, templaron y mandaron en los terrenos del arte, Picasso fue quien mejor entendió la magia, el misterio, la tragedia y el claroscuro de la tauromaquia.

Tenía cuatro años cuando su padre lo sentó en las rodillas de José Sánchez del Campo, Cara Ancha, natural de Algeciras, mientras el diestro aguardaba en el cuarto de pensión donde había oficiado la liturgia de vestirse de torero antes de pisar el albero de La Malagueta. A Pablo Ruiz Picasso, Pablito, le fascinaron las culebrinas de los alamares, el brillo de los bordados, todo el oficio bullicioso y dramático de la habitación del matador. Ese aire perfumado de tabacazo meciendo los nervios previos a una corrida, haciendo tormenta sobre la cabeza del niño con los ojos color carbón, con ojo de Polifemo echando humo.

Este fue el kilómetro 0 de la devoción taurina para el más caníbal de los pintores que han cruzado el siglo XX. Desde entonces, la fiesta de los toros se fijó en su memoria como una obsesión de la que no se desprendió jamás. A los nueve años realizó un dibujo sorprendente, ingenuo, cálido: el Picador amarillo. Y por ahí seguido, continuó trabajando la iconografía en pasteles y guaches, jugando con los vacíos, con las figuras, con la algarabía de las formas, con el silencio.

Muchos años después le contaba al fotógrafo Brassai las emociones de aquellas primeras visiones que entrarían a saco en su forma de entender la pintura, en la inagotable fascinación comprendida y descifrada en el dibujo.

Picasso es tan voraz y totémico que al recoger el testigo de los artistas precedentes, da un triple salto a otro más allá. Conoce los grabados de Antonio Carnicero, que a finales del siglo XVIII reprodujo las distintas suertes del toreo en las corridas de entonces; llegó después Goya con el retrato a Pedro Romero -el único matador en la Historia que no sufrió nunca una cornada- o los 33 aguafuertes que tituló Tauromaquia, publicados en 1816; y Eduard Manet, que también se detuvo en el bullebulle de la fiesta y dejó esa intensa tela, Torero muerto (1864-65), que recoge la honda tragedia del toreo, la torcida cima de su sinceridad.

En la senda de esta tradición, por encima del gasoil del folclore ramplón, destacan también Zuloaga, Fortuny y Gutiérrez Solana. Pero llegó Picasso y estudió los confines plásticos de la tauromaquia, fue más lejos que nadie, entendiendo la suerte de varas como el instante épico de la faena, como un golpe de ola negra contra la sangre. El artista se mira en el toro, del hombre a la bestia, y asume la sexualidad encrespada del animal.

Después del zepelín de las vanguardias, el malagueño regresa a al cerco clásico, que en él es una nueva embestida que nace de lo gestual. Planta de nuevo los pies en la iconografía taurina, en el cerco mágico de una plaza de toros. «Picasso entendió siempre el toro como símbolo de un destino implacable», escribió Luis Miguel Dominguín en Toros y toreros, un volumen publicado al alimón con tintas y dibujos del pintor sobre la fiesta.

Saltaba del toro al Minotauro, de la danza del macho dominante a la línea ágil, nerviosa y enérgica de las tintas... Y quiso que una de las figuras centrales del Guernica fuera ese astado de temple y agonía cerca del caballo exhausto, salpicado de resonancias dramáticas, de dientes como témpanos partidos.

En las fechas colindantes a la concepción del Guernica, el malagueño trabaja en La muerte del torero (1933) y la Minitauromaquia (1935), entre otras piezas.

Resulta paradójico que fue en las décadas de su madurez cuando Picasso retoma la representación taurina con vehemencia. Entonces vive ya en el sur de Francia. Marie-Thérèse Walter comparte los días con el artista. Ella es la mujer raptada por el toro, el mascarón hembra de su pasión, la modelo luminosa que se convierte en aleación de fuerza bruta y humanidad, de sexo y belleza.

Picasso va de lo abstracto a lo concreto en sus obras turómacas. La mancha o el esquema cobra el sentido de imagen y aparecen los distintos momentos de la lidia en su pintura. La confusión se convierte en agonía, en toro noble y claro, en evidencia del drama.

A partir de los años 40, cuando se instaló en la Costa Azul (residió en Antibes, Vauvenargues, La Californie, Vallauris, Mougins...), recuperó la pasión de acudir a las plazas. Se dejaba ver con frecuencia en la de Nimes, Dax, Arles, Fréjus... Desde la década de los 60 siempre acompañado por la infatigable Jacqueline. Y allí disfrutaba viendo torear a su amigo Luis Miguel Dominguín, a quien diseñó un traje de luces imposible.

Una de las últimas tardes que acudió Picasso a una corrida de toros fue el 7 de agosto de 1966. Tenía 85 años. Jacqueline y su hija, Caty, estaban con él, igual que otro de los íntimos de su guardia pretoriana, el barbero Eugenio Arias. Era como un dios sentado en el tendido. Era un viejo Minotauro observando aquello que sucede sobre la arena.

Después aquel combate mítico sería volcado con inexacta precisión en el barro de un plato sin cocer, en un papel, en cualquier superficie a mano. Y lo haría con su código propio, donde no caben reglas, ni leyes, ni ortodoxias.

En su mirada hervía el gran temperamento mitológico de una tarde de toros. No ha habido un pintor que haya llevado más lejos esta pasión, tal evidencia del drama. Hasta hacerlo lenguaje universal.


LLANTO POR IGNACIO SANCHEZ MEJIAS Federico García Lorca

A las cinco de la tarde.

Eran las cinco en punto de la

[tarde (...)

Ya luchan la paloma y el

[leopardo

a las cinco de la tarde.

Y un muslo con un asta

[desolada

a las cinco de la tarde.

Comenzaron los sones del

[bordón

a las cinco de la tarde.

Las campanas de arsénico y el

[humo

a las cinco de la tarde.

En las esquinas grupos de

[silencio

a las cinco de la tarde.

¡Y el toro, solo corazón arriba!

a las cinco de la tarde.

Cuando el sudor de nieve fue

[llegando

a las cinco de la tarde,

cuando la plaza se cubrió de

[yodo

a las cinco de la tarde,

la muerte puso huevos en la

[herida

a las cinco de la tarde.

A las cinco de la tarde (...)

¡Ay qué terribles cinco de la

[tarde!

¡Eran las cinco en todos los

[relojes!

¡Eran las cinco en sombra de la

[tarde!

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