Miércoles, 18 de abril de 2007. Año: XVIII. Numero: 6331.
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A SANGRE FRIA
Mientras tanto, afuera tronaba
DAVID GISTAU

El cielo pareció romperse con una cólera hecha de truenos cuando las víctimas contaron el horrendo dolor que les fue infligido. De repente se impuso un pudor, una sensación de vergüenza por todas las risas consentidas en la sala desde febrero. Por todas las veces en que el choque de cornamentas de las teorías y el antagonismo político fueron más importantes que esas heridas que por extensión son las de todo un pueblo. Más que nunca, el cristal blindado determinó una distancia infinita con quienes están dentro del habitáculo, que apenas respetaron el instante con un silencio solemne carente de compasión en el que acaso resistiera la determinación para el castigo: esa justificación por el «odio generado» en el islam que por la mañana vindicó 'Abu Dahdah' para esbozar los motivos por los cuales merecimos que gente corriente como Francisco, Antonio, Isabel y Alvaro fuera reventada, «eviscerada» para yacer en un andén, en lo que iba a ser un día cualquiera. Que formara parte de ese cortejo de «sonámbulos» que vagaron entre cadáveres en el frío y el silencio apenas roto por el timbre de los móviles. Que atravesara hospitales preguntando por un ser querido suplicando que la búsqueda no acabara en Ifema. Que, años después, aún permaneciera hundida en un estado vegetativo donde todo mohín es una expresión de dolor. Se esperó durante todo el juicio esta jornada de ayer que habría de enfrentarnos a nuestros espectros familiares como en un descenso al Hades. Ocurrió, y no habrá de olvidarse cuando los choques de teorías y la riña política vuelvan a ser lo que importe y lo que engrase las inercias judiciales que ayer fueron aplazadas por un rato, mientras afuera tronaba.

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Más allá de los testimonios a flor de piel, cuanto ayer dijeron las víctimas también sirve para retratar el modo en que se buscó desahogo en los días posteriores al atentado. Y todavía hoy. Las vidas perdidas son irremplazables, y cabe respetar que los heridos y los familiares de los fallecidos decidieran a qué asidero anímico iban a agarrarse tanto para arrostrar la desgracia como para exigir responsabilidades. Si la catarsis pasaba por señalar un culpable, ayer quedó claro que los autores del atentado lo son sólo en cierta medida, porque buena parte de la culpa sigue desviándose hacia el Gobierno que decidió dejarse fotografiar en las Azores.

Como si, en vez de forjar un espíritu idéntico al United We Stand que después del 11-S postergó todas las confrontaciones intestinas, nosotros mismos debiéramos dar por bueno el argumento expuesto por Abu Dahdah durante la mañana y concluir que el 11-M nos los merecimos. Que los iluminados que en el chiscón de Virgen del Coro urdieron nuestra destrucción no fueron sino la espada que se cobró revancha del «odio generado». Dejó un regusto extraño, desapacible, eso de comprobar que las opiniones de las víctimas propuestas ayer por una acusación particular coinciden en gran medida con las de Abu Dahdah. A pesar de todas las distancias establecidas por el cristal blindado y por ese horrendo dolor al que sólo los encerrados dentro de la jaula fueron insensibles.

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